miércoles, 12 de diciembre de 2018

Y en esta noche absoluta, de repente, un relámpago de épica y poesía

Portada del deuvedé y doble cedé Robe. Bienvenidos al temporal.

No es Robe. Bienvenidos al temporal una película ni un documental, como algunos pregoneros mal informados han esparcido en distintas publicaciones y en redes sociales, sino la grabación, en deuvedé y doble cedé, de un concierto confeccionado con fragmentos de tres de las actuaciones de la gira española que Roberto Iniesta realizó el año pasado en compañía de los músicos con los que levantó sus dos discos en solitario. Esas actuaciones son las de Barcelona (Palau de la Música), Mérida (Teatro Romano) y Madrid (WiZink Center).

Aclarado esto, conviene precisar también (y este es un apunte para neófitos) que las canciones incluidas no son en modo alguno convencionales. Y no lo son porque Iniesta es, quizá, el compositor español ―de música popular, se entiende― que con mayor ahínco transgrede los estándares ortodoxos sobre cómo hacer una canción y siempre que se pone a crear aspira a la invención y no al remedo.

La mejor prueba de ello es que, al igual que sucede en Extremoduro, sus composiciones rehúyen la estructura clásica, consistente en una reiteración de estrofas más estribillo apenas aliviada por un puente musical, y apuestan por los largos desarrollos o, si se prefiere, las múltiples sorpresas: volantazos, cambios de rasante, loopings, disparos líricos y melódicos a quemarropa y otras virguerías propias del adicto al riesgo y la experimentación que es. No hay nadie que aborrezca tanto como él los clichés formales, de ahí que transite caminos poéticos y musicales inéditos que lo llevan a descubrir unas atmósferas que, si bien resultan estéticamente novedosas, se apoyan en planteamientos filosóficos ya presentes en sus primeros trabajos: la lucha del hombre contra todo y todos, y las heridas que el amor en sangre viva y la ausencia de inspiración infligen al creador.

En estos tiempos de confusión y desaliento, terreno abonado para la proliferación de falsos profetas del arte, es hasta cierto punto lógico que los maratonianos escaseen y los velocistas sean legión. La obra de Robe nos habla, desde sus mismos inicios, de un corredor de larga distancia; de un escultor que se demora minuciosamente en cada detalle del molde que esculpe porque sabe que el detalle lo es todo. Así pues, la música y la literatura que brotan de su cabeza no son sólo una suma de talento y ambición, también el resultado de un sostenido ejercicio de paciencia.

Respecto al deuvedé, la poesía y la épica que desprenden las composiciones que conforman sus dos títulos en solitario ―carentes de la electricidad a la que su autor nos tiene acostumbrados, pero con una intensidad que se nutre del nervio de la música clásica― se amplifican por mor del poder persuasor de las imágenes, que, en vez de ser adulteradas, maquilladas, lo cual es siempre una tentación para un realizador, se mantienen casi prístinas, con su esencia original (con predominio de un azul bellísimo y hechizante y un uso efectista, rítmico, del zum), en lo que ha de considerarse un acierto del director, Diego Latorre. En ellas, aparte de al ídolo iracundo se puede apreciar la labor decisiva de los músicos que hacen posible que el mensaje nos llegue sin mácula ni error, nítido y atronador a un tiempo. Esos músicos, paisanos todos ellos del jefe, son Álvaro Rodríguez Barroso (piano, teclados, acordeón), Carlitos Pérez (violín, bajo, voces), David Lerman (bajo, saxo, clarinete, voces), Lorenzo González (voz, bajo) y Alber Fuentes (batería, voces).


Robe (abajo, en el centro) rodeado de los músicos con los que ha armado sus dos discos en solitario. De izqda. a dcha. y de arriba abajo: Carlitos Pérez, David Lerman, Alber Fuentes, Lorenzo González y Álvaro Rodríguez Barroso.


Pero de este concierto idealizado nada más voy a añadir porque ya escribí a fondo acerca de los dos discos que le dan cuerpo (pinchar aquí: Lo que aletea en nuestras cabezas y Destrozares. Canciones para el final de los tiempos) y porque cuando se va a ver o escuchar una actuación musical no es necesario que nos sea destripada su arquitectura: basta con dejarse llevar sin más por aquello que nos es mostrado y emprender ese viaje como quien se adentra en una película o una novela, ligeros de equipaje y dispuestos a abstraernos de la grosera realidad mientras dura la inmersión.

Sí que quiero señalar, sin embargo, lo que he podido ver bajo esas canciones. He visto a un hombre que asciende una pendiente hacia el punto más elevado de sí mismo, hacia el torreón de sus emociones. Unas emociones que contagian inevitablemente al espectador y lo iluminan, incluso en aquellos momentos en los que la boca del poeta vomita pedazos de noche detenida y apocalipsis.

El día de la presentación a los medios de este trabajo que ilustra de forma inmejorable su travesía artística al margen de su sociedad creativa con Iñaki Uoho Antón, y para la que ha empleado cuatro años de su vida, Robe habló del final de un ciclo, y eso hace que el nombre de Extremoduro vuelva a parpadear en el horizonte. Pero antes de sacar las maracas y el confeti sugiero que celebremos el mayor logro de su etapa en solitario, y ese es haber demostrado que la suya es una vocación sin fisuras. Quiero decir que en lugar de conformarse con las muchas medallas ya obtenidas, siguió investigando con la inequívoca intención de acariciar ese Santo Grial que es la obra maestra. ¿Lo consiguió? Me temo que esa respuesta sólo la darán el tiempo y ese caprichoso club denominado posteridad.

Es por otro lado imposible no ver en esta exhibición de esfuerzo y búsqueda una acuciante necesidad de que sus obras no pasen desapercibidas. Eso nos indica que nos hallamos ante un artista en el sentido estricto del término, puesto que crea espoleado por una fiebre inspiradora que lo lleva a abrir puertas nunca antes franqueadas y cuyo anhelo último es el reconocimiento de quienes asisten al espectáculo de su arte. Porque para aquellos que todavía no lo sepan, desde que saltó al ruedo musical, más de tres décadas atrás, Robe, reverso exacto del artista común, no ha hecho otra cosa que buscar el amor de la gente. 

De todos modos, aquel a quien vemos clamar «Del tiempo perdido / en causas perdidas, / nunca, nunca, me he arrepentido, / ni estando vencido, / cansado, prohibido» no es un simple músico, no. A quien vemos, en realidad, es a Ben-Hur, a Espartaco, al Capitán Trueno. A un luchador flanqueado por un comando de élite y armado de una guitarra que mata lugares comunes y prosaísmo, y al que el fragor del campo de batalla le humedece la mirada.      

Pero que nadie se equivoque: las lágrimas de Robe son de acero. Las únicas lágrimas que un guerrero es capaz de derramar.



Canciones incluidas en el deuvedé y doble cedé, entre las que se ha colado un tema de Extremoduro: Si te vas...





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