sábado, 3 de diciembre de 2016

El último mohicano

Portada del disco Destrozares. Canciones para el final de los tiempos, de Roberto Iniesta. (Ilustración de Diego Latorre.)

Todas las guerras son distintas y la misma. Lo saben los fatuos generales y, también, los artistas de veras, quienes para extraer el oro de la genialidad y la distinción viven en una lucha casi permanente consigo mismos y con sus demonios.

Roberto Iniesta (Plasencia, 1962), inventor de Extremoduro y, por ende, del «rock transgresivo», que consiste en el difícil arte de maridar poesía y nitroglicerina, pertenece a ese beligerante club. Hasta el punto de que siempre, desde el primero de sus discos, ha construido su mundo artístico a partir de la destrucción, del caos, de un apocalipsis que le nace de las profundidades orgánicas e intelectuales y que entra en sintonía con varios de los males de nuestra época: tragedias humanas, catástrofes medioambientales, abusos de poder.

Sucede que en vez de plasmar en su obra esas turbulencias interiores y externas de forma explícita, recurre con acierto a imágenes, metáforas y otros malabarismos estilísticos por medio de una serie de elementos que recorren todos sus trabajos y que son, en apariencia, inocuos (salvo cuando «transgrede» y echa mano del argot marginal, que es como aliñar una ensalada con lava volcánica y, al menos en su caso, no solo salir airoso sino triunfar). Así, el verdadero significado de su lírica, que nunca es gratuita ni inocente, al contrario, subyace tras nombres tan inteligibles como el sol, la primavera, los pájaros, las amapolas, el mar, las nubes o el cielo, entre otros.    

Ya en el lejano Rock transgresivo, inicialmente titulado Tú en tu casa, nosotros en la hoguera (1989), estaba apuntada, insisto, esa lucha abierta contra todo lo que Robe considera que atenta contra el libre desarrollo del individuo y de la naturaleza. Una actitud combativa o «guerrillera», como él prefiere decir, que es una suerte de leitmotiv capaz de resumir toda una filosofía de vida. Y no es casualidad que, como cita de apertura a una de las canciones del disco que acaba de presentar, el segundo sin Extremoduro, recupere unos versos de su admirado Manolo Chinato, poeta de lo primigenio, que entroncan con su esencia atronadoramente épica: «Y verás sin duda el resurgir poderoso del guerrero / sin miedo a leyes ni a nostalgias…».

El disco lleva, de entrada, un título que no admite segundas lecturas y que nos avisa, aun antes de escucharlo, de por dónde van a ir los tiros (tiros de verdad, balas en toda regla): Destrozares. Canciones para el final de los tiempos. ¿Que es una frase grandilocuente? Claro, por supuesto. Pero es que Robe siempre se ha movido con soltura en esas aguas. Lo componen diez canciones: «Hoy al mundo renuncio», «El cielo cambió de forma», «Querré lo prohibido», «Cartas desde Gaia», «Del tiempo perdido», «Por encima del bien y del mal», «Donde se rompen las olas», «Puta humanidad», «La canción más triste» y «Destrozares».

Acompañado de los mismos músicos que le ayudaron a levantar Lo que aletea en nuestras cabezas (pinchar aquí), paisanos suyos todos ellos ―Carlitos Pérez (violín), David Lerman (bajo, saxo, clarinete), Álvaro Rodríguez Barroso (piano, teclados, acordeón), Alber Fuentes (batería) y Lorenzo González (voz)―, Robe ha vuelto a meter en el quirófano el cuerpo agonizante de nuestro tiempo y le ha aplicado el bisturí con pulso firme.


De arriba abajo y de izqda. a dcha.: Carlitos Pérez, David Lerman, Alber Fuentes, Lorenzo González, Robe y Álvaro Rodríguez Barroso. (Fotografías de Jorge Armestar.)


Si tuviera que definirlo de manera brevísima, con una simple frase, algo que resulta harto delicado por cuanto de simplificador tiene, arriesgaría que este disco es un viaje. Un viaje que nace del hartazgo, de la renuncia a seguir formando parte de esta «puta humanidad», y que arriba a quién sabe qué lugar o estado del alma. Un viaje, en fin, como ya lo fue el anterior, Lo que aletea…, y como lo fueron también, bajo la firma de Extremoduro, La ley innata y, mucho antes, Pedrá. Quiere esto decir que, aunque cada una de sus canciones pueda ser escuchada separadamente, el disco tiene una lógica de conjunto, igual que los capítulos que integran y dan entidad a una novela.
                  
Prueba de ello es que si se enlazan los últimos versos de cada tema con los primeros del siguiente, hay una ilación. Vean:

«Hoy al mundo renuncio»/«El cielo cambió de forma»:

Juro que hoy al mundo renuncio.

Doy la vida sin pensar.
No tengo adónde ir.

«El cielo cambió de forma»/«Querré lo prohibido»:

 … y huyendo de este tiempo.

Sales, y el mundo espera fuera
y te lleva.

«Querré lo prohibido»/«Cartas desde Gaia»:

Sales fuera. Sales. Vuela.

Hoy he decidido soltar
mi parte animal.

«Cartas desde Gaia»/«Del tiempo perdido»:

Soñar que el mar
anega el mundo entero…

(…) para hacerle al mundo mejoras
y para volar, necesito tiempo.
Únicamente tiempo.

«Del tiempo perdido»/«Por encima del bien y del mal»:

Andar, lo que es andar, anduve
encima siempre de las nubes,
saltando sobre el fuego de una hoguera
de una noche de San Juan (…).

(…) Todo lo que no está en ti,
que puedo andar por encima del mal.

«Por encima del bien y del mal»/«Donde se rompen las olas»:

(…) que puedo andar por encima del mal,
por encima del bien y del mal.

(…) Ha pasado el tiempo y voy
totalmente a oscuras.

«Donde se rompen las olas»/«Puta humanidad»:

… viendo romperse las olas,
pobre arbolito que llora.
Hipa al compás de las olas,
viendo romperse las olas.

Bienvenido al temporal.

«Puta humanidad»/«La canción más triste»:

Cierro los ojos y ahora ya no hay nada alrededor,
solo el deseo.

Se terminó.
Ahora ya todo se terminó.
Ya no importan los días
ni la vida.

«La canción más triste»/«Destrozares»:

He llorado tanto…
Y he llorado tan adentro…
He llorado tanto, tanto…
¡Qué apagado está este infierno!

Perdí la dignidad y el sentido del honor,
y no lo siento.
Dirán que deserté y que no tuve valor,
quizá sea cierto.

En realidad, la cosa comenzó unos pocos años atrás, en 2011, con Material defectuoso (ese título tal vez tenga su origen en que eran canciones de Extremoduro pero su sonido se alejaba más que nunca de todo lo anterior y abría nuevas trochas). A partir de ese trabajo, y a través de una buena parte de Para todos los públicos, Robe ha ido desplegando un modo distinto de concebir la música. Una evolución bien entendida por quienes no llevan orejeras y no se muestran refractarios a los cambios, siempre y cuando estos supongan una mejora respecto a lo ya hecho, e incomprendida, como no podía ser de otra forma, por los fundamentalistas de la «tradición»; aquellos que se quedaron anclados en Deltoya o en Agila y de ahí no hay quien los saque.

Pues bien, esos cambios suponen una inteligentísima apuesta de futuro. Una especie de meditado tránsito hacia un tipo de música que, cuando la edad desaconseje seguir moviéndose encima del escenario como una pelota de tenis («seguir moviendo el culito», en palabras de Robe), le permitirá prolongar su actividad profesional unos cuantos años. Mas ese es otro cantar del que ya escribiré en otro momento, cuando toque hacerlo.   

En lo estrictamente musical, a Destrozares… le falta el distintivo sonoro de Extremoduro: ese latigazo eléctrico, el aguijonazo metálico. Pero no está, precisamente, por eso: porque no es Extremoduro, pese a que las melodías y el lenguaje y quien los engendra siguen siendo transgresivos.

Nos encontramos en lugar de ello con una intensidad orquestal que conmueve, y en la que los dotados músicos al servicio del proyecto Roberto Iniesta son los protagonistas sin discusión: ahí, el llanto inconsolable o el impulso aguerrido del violín; ahí, la bronca y ubicua batería; ahí, el bajo como un martillo; ahí, ese piano que pellizca el corazón; ahí, los coros envolventes. Todo ello en su justo lugar, en el momento exactísimo, sin error alguno. Metrónomos en las yemas de los dedos, en el cerebro.

Hay dos temas que recuerdan demasiado a dos de los cortes de La ley innata: «El cielo cambió de forma» retrotrae sin atisbo de duda a la «Coda flamenca (Otra realidad)» por su toque aflamencado ―el espíritu de Lole y Manuel sobrevolando ambos―, mientras que el parecido entre «Por encima del bien y del mal» y «Primer movimiento: el sueño» tiene que ver con una cuestión de fondo; con la insoportable violencia que nos sirve, o más bien nos arroja, una actualidad cada día más desquiciada.  

Y dado que hablamos de asuntos de fondo, hay que señalar que la canción que da título al disco, la bella «Destrozares», es el epítome perfecto y redondo de la obra de Robe. Pues no solo contiene los dos principales atributos que sustentan su filosofía ―el anhelo de inspiración y de amor y el hondo dolor que su ausencia provoca―, sino que en ella está todo ―¡todo!― cuanto un artista puede aspirar a inmortalizar, con esa pregunta retórica que admite tantos significados como emociones despierta: «¿Cómo podría explicar, sin ver salir el sol, qué denso sale? / O qué destrozares, qué destrozares, qué destrozares».  
 
Respecto a la cáscara, al envoltorio, en absoluto baladí en los discos de Iniesta, las ilustraciones del interior del libreto, elaboradas a partir de las letras, muestran diversos fragmentos del desastre: una niña sentada en un árbol, sobre un arroyo, que es cegada por una mano surgida del lado oscuro; unas aves negras atravesando un cielo que presagia el peor de los escenarios posibles; una mujer que transporta sus escasas pertenencias y contempla, quizá con precaución, quizá con temor ―se encuentra de espaldas y es imposible saberlo―, el futuro inmediato que se abre ante ella («Que vuelva, que vuelva a casa»); un hombre que se demora en el fango; un reloj demente al que se le han amotinado las horas; una chica que levita en medio de una inquietante penumbra; un mar verde y encrespado bajo la mirada de un árbol tristísimo; una superviviente con trazas góticas que fuma en una estancia en ruinas presidida por un televisor desventrado; una lluvia deletérea como el ácido; una mujer con una máscara antigás bajo unos arcos de piedra cariados por una enredadera muerta y, al fondo, una construcción en llamas; Robe sentado en una roca mientras hunde (¿o extrae, como si se tratase de la espada Excálibur?) su Gibson Les Paul en unas aguas que, en alianza con el cielo, lo abrazan.    


Una de las inquietantes imágenes del interior del libreto. (Fotografía: Sonia Valle. Diseño: Iosu Berriobeña.)


Y me viene a la cabeza, de pronto, la portada de Agila, aquella ilustración de Ramone en la que un hombre emerge del páramo cual géiser. Porque en este disco Robe es, más que nunca, ese salvaje ilustrado que se lanza a la aventura de vivir en un medio tan hostil como necesario. La bestia sediciosa que ha de abrirse camino en un territorio superpoblado de bestias gregarias, pero cuya lanza está más afilada que las de sus congéneres. Solo que aquí no es ningún dibujo, no: es un hombre de hiriente carne y hueso.

Aunque es la ilustración de la cubierta la que merece especial atención, ya que bien podría ser la viñeta siguiente a la de la portada de Para todos los públicos: la explosión nuclear da paso a un paisaje postapocalíptico, metáfora pura y dura de la desolación. Pero en la cima del edificio derruido brota una flor impensada: una pareja que ha logrado sobrevivir y que, quizá, quién sabe, plantará la semilla de un nuevo mundo, de un orden nuevo. Puesto que el sol, a pesar de estar envenenado aún, ha vuelto a asomar de donde quiera que sea que estuviera sepulto.

Como puede observarse, las complejidades de Robe como creador tienen que ver, sin embargo, con las demandas más básicas que imaginar quepa. Él es ese hombre que se siente afortunado y agradecido con la vida cuando tras el sueño ve amanecer y cuando la lluvia empapa la tierra y riega los alimentos que le permitirán seguir adelante. Pero al mismo tiempo es aquel que se insubordina contra Dios por permitir que el Mal, en sus múltiples formas, campe a sus anchas en el planeta que Él creó y que anda dejado de su mano. Y es por esa razón por lo que reniega de su mandato y potestad y emprende un viaje incierto, lleno de peligros, hacia la búsqueda de una Arcadia en donde las únicas leyes dignas de ser acatadas sean la belleza y el amor. Un lugar aún incontaminado por el hombre cuya sola bandera, ay, «son sus bragas negras».

Bien sabe Robe que aquel verso de Lorca que reza: «… y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada» es una biblia difícil de refutar. No obstante, quienes de verdad aman la vida serán capaces de advertir la presencia de una rosa aun en el infierno. Y la música puede ser uno de los medios para conseguirlo.

La música te puede salvar del horror, sí, posee ese don. A quienes la hacen y a quienes la escuchan. Como en aquella escena de El pianista, de Roman Polanski, en la que el protagonista ―un Adrien Brody en estado de gracia― comienza a tocar el piano delante del oficial nazi y el mundo parece detenerse: mientras dura la pieza, el espanto de la guerra queda fuera, se olvida, se evapora. Allí sólo está el prodigio inigualable de la música, del hombre.

Pese a la denodada insistencia de su legión de imitadores, la música de Robe no tiene parangón en nuestra geografía. Nadie, en este país, alberga un mundo creativo como el suyo (no hablo de mejor o peor, sino de su unicidad). Nadie crea, en suma, en unas coordenadas artísticas semejantes, y eso lo convierte en alguien de una modernidad incontestable.

No ha entendido aún la inmensa mayoría que la modernidad nada tiene que ver con el aspecto exterior y mucho con la cabeza. Pero hay una minoría de gente inmensa que sí sabe que ser moderno es ser, por encima de todo, fiel a uno mismo y a las propias certezas. Y, a su vez, seguir teniendo a la curiosidad como principal estímulo y no pensar jamás que ya todo se sabe o conoce. O lo que es igual, con unas pocas aunque eficaces armas continuar cabalgando ―hacia delante, siempre hacia delante― ajeno a los ladridos de la canalla, a la risa de las hienas.

Suena la voz de Robe en la habitación y, pese a que es de día, parece noche cerrada. Su grito te inunda: «¡Qué apagado está este infierno!». Es imposible no reconocer a quien desde hace tres décadas lleva el fuego alojado en la sangre y el machete afilado en la mirada.

El protagonista de la novela sonora de título Destrozares…, alter ego del propio Robe, es alguien que ha dicho basta. Que ha abandonado el mundo de los seres ¿vivos? para instalarse en una galaxia propia. Un universo compuesto del eco del dolor de toda una raza, pero también de la felicidad que produce contemplar el mar en calma tras un largo y extenuante viaje; del milagro de estar, al cabo de tantas coronas de espinas y tantas crucifixiones, por encima del bien y del mal.

El postrero soldado de una estirpe única. El último mohicano. 


Robe en sus dominios artísticos, entre la creación y la destrucción. (Obra de Eduardo Navarro.)


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