Roberto Iniesta ejecuta, sentado, una de sus estupefacientes canciones de amor y de guerra. (Fotografía: Mikel Masa.) |
Acompañado de los
músicos con los que ha levantado sus dos discos en solitario, Roberto Iniesta
ofreció un concierto intenso y emocionante en un colmado Teatro Circo Price
«Cuántas
cosas es un hombre». La frase es del escritor mexicano Élmer Mendoza, quien en
un destello de lucidez dio con una de esas milagrosas sentencias capaces de
contenerlo todo. Es incontestable: un hombre ―todos los hombres― es y está
hecho de muchas y diversas cosas, como una suerte de puzle de sentimientos y
contradicciones, de pura vida. Sin embargo, y aquí podría ampliarse esa máxima,
lo que en verdad lo hace único, sin par, es ser siempre él mismo. Mantenerse
fiel a sus convicciones y creencias y no dejarse arrastrar ni contaminar por la
opinión dominante, las modas ni (en el caso de los artistas) la tiranía del
mercado, que es pan para hoy y olvido para mañana.
Pese
a los desvaríos de los puristas, que no tienen solución, las señas de identidad
artística de Roberto Iniesta, Robe, no son hoy muy diferentes a las que
ostentaba cuando empezó en la música 30 años atrás: lo suyo sigue siendo la
transgresión. Eso es algo que los espectadores que abarrotaron anoche el
madrileño Teatro Circo Price pudieron comprobar y sentir.
Sí,
cierto es que ahora el exabrupto y los latigazos verbales (su tendencia a
escupir lava) no son tan abundantes como en sus primeros discos y que la
búsqueda de la belleza se ha convertido en su principal misión/obsesión como
creador, pero la esencia transgresora, rompedora, investigadora no solo
continúa vigente en él, sino que en los últimos seis años, desde Material defectuoso, ha ido a más.
Prueba de ello es que a diferencia de algunas de nuestras vacas sagradas que
andan actualmente de gira y que para poner al público en pie tienen que echar
mano de sus grandes éxitos, Robe es capaz de seguir alumbrando canciones
redondas que le permiten, de paso, no tener que correr por el escenario como
cuando tenía 20 años. Al igual que Rafa Nadal, ha aprendido que se pueden ganar
torneos sin dejarse el físico en el intento.
La
de anoche en Madrid fue la decimosegunda parada de la gira Bienvenidos al temporal, con la que Robe y los cinco músicos que le
acompañan, los mismos con los que ha dado forma a sus dos discos en solitario, Lo que aletea en nuestras cabezas (2015)
y Destrozares. Canciones para el final de
los tiempos (2016), recorren España.
David
Lerman (bajo, saxo, clarinete, voces), Alber Fuentes (batería y voces), Álvaro
Rodríguez Barroso (piano, teclados y acordeón), Carlitos Pérez (violín y voces)
y Lorenzo González (voz y bajo), paisanos, todos ellos, de Robe, no solo
demostraron lo buenísimos músicos que son (imposible destacar a uno sobre el
resto), sino que se movieron por el escenario con una seguridad aplastante,
como si llevaran junto al «jefe» toda la vida.
El
concierto, que arrancó con «El cielo cambió de forma» y se cerró con «Un
suspiro acompasado», constó de 19 canciones (sus dos discos en solitario
íntegros más un tema de Extremoduro) repartidas en dos actos, con un descanso
de unos veinte minutos que fue un «visite nuestro bar» en toda regla.
En
el primer acto, Robe no se levantó de la silla y despachó junto a sus sobrados
músicos diez canciones del tirón. Esa parte fue como una brisa en la que, de
pronto, sonaba algún trueno. Un tramo pura delicatessen,
para ver, escuchar y callar. O, en palabras de Robe, para no dar por culo.
En
el segundo acto, que arrancó con una introducción de «Extremaydura» a la que se
le ensambló «Cartas desde Gaia», Robe no se sentó ni una sola vez. Esa fue la
parte más vibrante por la pura movilidad escénica y, sin duda, la gente, nada
acostumbrada a un Robe inerte, la agradeció. Pero la transgresión fue la misma
en los dos tramos, pues esta no tiene que ver con la cáscara, sino con el
fondo. Con la esencia.
Rugía
Robe sus letras delicadas y existencialistas ―siempre será Satán con lira― cual
revolucionario que dispara claveles y busca herir la sensibilidad del público.
Ya que como se encargó de señalar: «¿Para qué sirve un filósofo si no es capaz
de herir la sensibilidad?».
Tras
la falsa última canción, «Por encima del bien y del mal», de intensísimo
colofón musical, hubo dos bises, una novedad respecto a Extremoduro, que nunca
los hacen. El primero, «Si te vas», único tema de Extremo, fue celebrado como
el gol decisivo de una final de la Champions.
Robe
es de Plasencia, pero Madrid también es su casa. El hemiciclo rojo del Teatro
Circo Price ―en donde no se agitó ni un solo móvil: estaban prohibidos, un
triunfo sobre la estupidez imperante― parecía un gigantesco corazón que latía,
emocionado, con un poeta y músico que vestido con la ropa colorista de un
saltimbanqui medieval apenas sale en la televisión ni suena en la radio, pero
que enamora a tres generaciones de españoles de lo más dispares gracias a unas
canciones cargadas de épica y disensión que son un canto al amor y la vida y
una reivindicación de las utopías.
Qué
bien que les sienta a algunos cumplir años.
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