Robe, en un momento de su actuación en Madrid. (Fotografía: Óscar Lafox/WiZink Center.) |
El antepenúltimo
concierto de la gira ‘Bienvenidos al temporal’ inunda de felicidad y magia el
WiZink Center
No
hay épica sin lucha, sin tragedia, sin dolor. Y no hay arte de veras sin
riesgo. Roberto Iniesta, Robe (Plasencia, 1962), no solo lo sabe, sino que lo
practica con un afán impropio de quien ya lo ha logrado todo en una profesión
que es también un modo de estar en el mundo. De hecho, a la lucha en el arte y
al arte como laboratorio y sala de pruebas ha consagrado la mayor parte de su
existencia. Ya sea al frente de Extremoduro, el grupo de rock que revitalizó
ese género en España y lo llevó a cotas hasta entonces insospechadas, o en su
faceta en solitario. Esta se traduce en dos discos tan intensos como exquisitos
y en una gira, Bienvenidos al temporal,
que arrancó el pasado mayo y que, tras su paso anoche por el antiguo Palacio de
los Deportes de la Comunidad de Madrid (la segunda parada en la capital tras la
del Teatro Circo Price en junio), ya posee el color anaranjado del crepúsculo.
En
la tercera parte de esta tournée, titulada
con un filosófico Nadie se baña dos veces
en el mismo río (Heráclito), y que se caracteriza por un mayor ímpetu o
brío en la ejecución de los temas, los elementos que sustentan la filosofía
robeana, esto es, el anhelo de inspiración y de amor y el hondo dolor que su
ausencia provoca, parecen superlativizarse.
Los
dos discos citados, Lo que aletea en
nuestras cabezas (2015) y Destrozares.
Canciones para el final de los tiempos (2016), desconcertaron a muchos
seguidores de Extremoduro porque del legado de esa banda solo conservaban la
letra y esa propensión de Robe a la grandilocuencia. Sin embargo, del distintivo
sonoro de Extremo, ese aguijonazo eléctrico, no había el menor rastro. A
cambio, lo que esas canciones ofrecían y ofrecen es intensidad, dramatismo y emoción, una tríada que actúa como la más
potente de las drogas.
De
la fuerza orquestal tienen la culpa los músicos elegidos por Robe, inmensos
todos ellos y merecedores de una crónica aparte, puesto que evidencian que,
lejos de ser simples subalternos, peones al servicio de su majestad, ostentan
un papel crucial. Ahí están el llanto inconsolable o el impulso aguerrido del
violín de Carlitos Pérez, pura finezza;
la vigorosa y ubicua batería de Alber Fuentes; el bajo virtuosísimo de David
Lerman, quien se ocupa a su vez del saxo y el clarinete; el piano y el acordeón
de Álvaro Rodríguez Barroso, empeñados en pellizcar el corazón, y la voz/misil
de Lorenzo González, que nada tiene que envidiarle a la de Ian Gillan cuando
era Ian Gillan (qué agudos, señoras y señores). Y todo ello en su justo lugar,
en el momento exactísimo, sin error alguno. Metrónomos en las yemas de los
dedos, en la garganta, en el cerebro. Ya que si bien es Robe el fiero
frontispicio, el salvaje que aúlla y se desangra, la procela, esos cinco científicos son quienes hacen posible
que el arte tan visceral del extremeño brille como el haz de luz de un faro en
mitad de la borrasca.
El
telón se levantó con «El cielo cambió de forma» y el cierre lo puso «Un suspiro
acompasado», tras una veintena de piezas (los dos discos íntegros más «Si te
vas» de Extremoduro) que rivalizaron entre sí por ver cuál despertaba un mayor
grado de emoción y de dicha entre los asistentes. Estos tuvieron la fortuna de
presenciar uno de los conciertos más mágicos que se hayan podido ver en Madrid
en lo que va de año. Y es que el repertorio es tan brutal que, dejando a un
lado el momento «visite nuestro bar», hacia el ecuador de la actuación, carece
por completo de anticlímax. Son canciones, todas ellas, de una belleza
desarmante, gracias a unas melodías inmediatas aunque llenas de matices y a esa
poesía sin concesiones a la paja y que insiste siempre en transitar lo sublime.
En
cuanto poeta/músico, Robe es un fino creador de tempestades. Un maestro en el
empleo del fuego en el lenguaje («He
dejado de creer / en la puta humanidad. / Creo que lo mejor será / una guerra
nuclear») y de la inteligencia en la música, pues sabe como nadie cuándo
hay que recurrir a la seda y cuándo echar mano del bardeo.
Robe
aprovechó la introducción de «Por ser un pervertido» para hacerle un homenaje
al recién fallecido Chiquito de la Calzada («Esta canción no va de fistros
pecadores ni de pecadoras, sino de guarrerida
sexual»), el cual recibió una estruendosa ovación, y su «Nana cruel» se
convirtió en un hondo lamento por todos esos niños apátridas que se ahogan a
diario en el Mediterráneo sin que las autoridades del primer mundo sean capaces
de hacer nada para remediarlo. De ahí que en la íntima noche cobraran todo el
sentido esos versos como estacas: «Ahí afuera / solo hay monstruos, solo
hay gente / que te compra y que te vende, / que te odia, que te miente, / que
te roba, que te mata, / que te viola y que no siente nada».
En
la era de la tecnología como religión, en la que el hombre es un mero sujeto
pasivo a merced de la dictadura digital, un apache armado de una guitarra, una
tonelada de poesía de la desolación y el deseo y un montón de preguntas (y
alguna que otra respuesta), sigue siendo poderoso. ¿Y peligroso? Bueno, todo
aquel que logra agitar las conciencias es un peligro potencial, y Robe lo
consigue sin ningún tipo de duda.
La
idea que Robe tiene de lo que es la patria ya quedó inmortalizada en La ley innata («Sin patria ni banderas, / ahora vivo a mi manera; / y es que me siento
extranjero / fuera de tus agujeros. / Miente el carné de identidad: / tu culo
es mi localidad»). Pero, por si no quedó lo suficientemente claro, en estos
tiempos de exaltación de identidades sus canciones nos muestran que no reconoce
otra madre patria que el amor («Mi única
bandera / son sus bragas negras»), el talento («… que yo soy un poeta / y mi vida una letra / que escribo en hojas en
blanco») y la belleza («… frente al
espejo ella se prueba un pantalón, / y lo demás queda tan lejos…»). Y en
cuanto a sus sueños, se conforma con un planeta en el que haya más aire puro, más
animales y menos bestias. Y, por supuesto, en el que nunca falte Ella.
Mientras
las calles de Madrid eran un incendio de coches a la conquista de los casi
siempre decepcionantes tesoros que ofrece la noche del sábado, en el WiZink
Center un indio y su escueta pero poderosísima tribu provocaron una tormenta de
emoción, un auténtico terremoto de música, y dejaron heridas de belleza y
eternidad a miles de personas.
Joder,
Robe, tío, qué felicidad.
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