lunes, 1 de diciembre de 2014

La eficacia poética


Sentenciaba Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) en una reciente entrevista para el diario El País: «El castellano ha perdido eficacia poética por su alta actividad». Lo decía, en parte, para justificar el hecho de que los dos poemarios que ahora presenta, Per riguardo y El castillo de la pureza (versión castellana de El castell de la puresa), no han sido escritos originariamente en lengua española sino en italiano y catalán.

Por otro lado, y para reforzar esa teoría, ponía el ejemplo de la construcción «unos labios rojos», imagen prosaica que hoy día carece de validez poética, y aseguraba: «Hay muchas palabras gastadas por la misma Generación del 27, recuperadas de Rubén Darío, Góngora o Garcilaso, que no funcionan sino como del 27. Fuera de ahí, no van». Pese a su decantación por el catalán, lo mismo venía a decir de esa lengua: que hay infinidad de palabras del siglo XV que, al no usarse, «no han envejecido» y mantienen intacta su pureza, mientras que otras del XIX y del XX se han agotado; han quedado «totalmente inutilizadas» ―para el lenguaje poético― por abusarse de ellas.

Junto con Caballero Bonald, considero a Gimferrer, autor de dos obras maestras sin discusión, Arde el mar y La muerte en Beverly Hills, el poeta que mejor ha recogido y continuado los postulados estéticos de los grandes nombres de la citada Generación del 27 (Cernuda, Aleixandre, Lorca), pues el también académico es de los que entienden la poesía como una forma de reinvención del lenguaje y una búsqueda constante de la belleza. Y aun reconociéndole una buena parte de razón en eso que dice, disiento sin embargo de su enmienda a la totalidad.

Él mejor que nadie sabe que hay jóvenes poetas españoles que, además de resultar «eficaces», exprimen la lengua materna al máximo y extraen de ella diamantes de gran pureza. Poetas a los que conoce de sobra ―son sus discípulos, de hecho―, puesto que cultivan la misma «poesía del lenguaje» de la que él es el adalid, entre el barroquismo y el culteranismo, y en donde imágenes e ideas son el todo. Hablo, por citar a los principales, de José Luis Rey, Javier Vela, Pérez Azaústre o Antonio Lucas, quienes sin la existencia de Gimferrer no serían exactamente los mismos.

Entrevisté a Gimferrer, en la sede de la RAE, cuando publicó el magnífico poemario Rapsodia. En el transcurso de aquella conversación aventuré que, a mi modo de ver, su idea de la poesía bien podría resumirse con unos versos de aquel libro: «Porque el poema, en su dominio ardiente / más que a significar aspira a ser», que se completaban con estos otros: «Lo verdadero es siempre inexplicable, / y el poema se explica al llamear». Su respuesta fue afirmativa: «En efecto ―dijo―. Esto resume todo lo que pienso sobre la expresión literaria y artística. Completamente».

Quien proclama y ejerce ese amor por el incendio de la palabra, por el verso estupefaciente, hijo del delirio y de la fiebre, sólo puede aseverar como boutade que una lengua determinada ha tocado fondo para la creación.

El lenguaje es el soporte que hace posible la poesía, y el buen poeta ha de encontrar el modo de contar lo que ve, siente o sueña traicionando la literalidad de cuanto perciben sus sentidos y transformando esa realidad en arte.

Hay en la actualidad ―tiempos de muy poco tiempo y de desmedida oferta cultural― una poesía de urgencia, exprés, como la que ilustra esta entrada, obra de Neorrabioso (alias de Alberto Basterrechea Martínez), un grafitero inusual, puesto que decora las calles de Madrid con versos/eslóganes que incitan poderosamente a la reflexión.

Ese artista y tantos otros son el ejemplo palmario de que la poesía se abre y se abrirá camino en cualquier circunstancia, siempre. Incluso en los momentos menos proclives a la lírica. Aunque, dado que el lenguaje de los tiempos ―y no me refiero a la lengua― ha cambiado de manera notable, tal vez sea más fácil rastrear hoy sus huellas, su resplandor, entre cineastas y letristas de canciones que entre los poetas propiamente dichos. Pero esa es otra historia.  

La lengua española ―de la catalana nada puedo decir, ya que ni la hablo ni la escribo, si bien quiero pensar que nos hallamos ante el mismo caso― no ha perdido su eficacia poética, en absoluto. Son quizá los poetas españoles quienes han dejado de arriesgar, de investigar, de buscar.

Son ellos, y no la lengua en la que piensan, se expresan y aman, los que, salvo honrosas excepciones, se han vuelto por completo ineficaces. Como la mala y sonrojante poesía.





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