jueves, 4 de diciembre de 2014

Calamaro, de naufragios e incendios


Nada en Andrés Calamaro (Buenos Aires, 1961) resulta convencional. Ni remotamente. Quiero decir que cuando estás con él sabes que te encuentras en compañía de una estrella, más allá de la magnitud real de su brillo. Y si hubo o hay pose es lo de menos, puesto que, a fuerza de interpretar ese papel ―¿lo es?―, Calamaro es ya más verdad que Andrés. Qué cosas.

Lo conocí en persona en el crepúsculo del siglo pasado, en un momento, para él, de resaca creativa: acababa de salir de las profundidades artísticas y vitales de Honestidad brutal, su disco más alabado y, con permiso de El salmón, el más caótico de hacer. Un disco del que me confesó: «El proceso duro, de componer desde los abismos, era permanente: los estudios eran nuestro búnker psicotrópico y la grabación se nos escapaba de las manos todo el tiempo». El caso es que le pedí un texto sobre Sabina para incluirlo en la biografía que estaba escribiendo, Perdonen la tristeza, y aceptó de inmediato.

Me citó en un estudio de grabación del madrileño barrio de Argüelles y, para mi sorpresa, se puso a cocinarlo allí mismo, sentado a la barra del bar del sitio. En algo más de media hora tenía listos dos folios bastante apañados y con un título inequívoco: «Todavía es de noche». En ellos revelaba que se adentró en el universo sabiniano gracias al disco Mentiras piadosas, recomendado por el ya fallecido Polo Corbella, su compañero en Los Abuelos de la Nada, grupo fundamental del rock argentino con el que Calamaro conoció la fama en su país y aprendió el oficio de músico. Años después ―sigo con su escrito, compartió gira y conciertazo en Las Ventas con Joaquín, y no pudo evitar derramar sobre el papel una tonelada de nostalgia al recordar las 500 noches que apuraron juntos. Esas 500 noches que todos, no sólo ellos, atesoramos en la memoria, cada cual las suyas.

Unos meses más tarde volvimos a coincidir en los camerinos del Luna Park al término de un concierto de Sabina ―de nuevo el mismo vínculo―, a quien seguí hasta Buenos Aires con el propósito de escribir un reportaje sobre su impresionante tirón en tierras argentinas. Andrés andaba por aquel entonces regañado con Charly García por un asunto que ahora no viene al caso, aparte de que esto no es Sálvame Deluxe, qué coño, y cuando García ―tan Dios en Argentina como Maradona― irrumpió en el camerino, él hizo mutis por el foro. Estos mis ojos fueron testigos de aquella rauda estampida. Pero antes de marcharse logré inmortalizarlo junto a JS en una foto en la que parecen un par de atracadores de bancos tras hacerse con el botín.


Calamaro y Sabina, con pinta de forajidos, en los camerinos del Luna Park (Buenos Aires, marzo de 2000). Con suerte, entre los dos suman 90 kilos. Y qué pelazos, señores. Qué pelazos.


Al cabo de unos años me lo encontré en la sección de discos de la FNAC de Callao, en Madrid: habría jurado que llevaba siglos sin dormir. Hablamos un par de minutos y me dio su número de teléfono, pero estaba en extremo ansioso; sólo parecía importarle la música que había ido a comprar. Como si su continuidad en este mundo dependiese por completo de ella. Y es muy posible que así fuera, ya que el argentino vive emboscado por los arrebatos creativos. Por un incendio que le nace en el centro mismo del pecho y lo gobierna. Cuando eso sucede y el corazón le reclama su ración de alimento, debe proporcionársela sin demora o sucumbirá.

Desde aquel veloz encuentro lo he entrevistado varias veces. Cuando publicó On the rock ―su jefe de prensa era entonces un tal Mario Vaquerizo― hablamos sin prisas, en la habitación de un céntrico y modernísimo hotel de Madrid, de la vida después de los excesos ―el material del que estaban hechas esas canciones― y de la crítica situación que atravesaba su país. Entre unas cosas y otras, me dijo algo que dio por pagada la entrevista: «El estado natural de un artista, un poeta, un compositor o un músico de rock es el bloqueo artístico. La excepción es salir de ese bloqueo y explotar. Yo tuve una temporada de escribir canciones permanentemente y decidí prolongarla por 100 días, que fue cuando escribí El salmón. Porque eran 100 días en los que me permití naufragar en la tormenta. Fue una sobredosis de libertad. Sin contención».  

Nuestro último encuentro se produjo el año pasado en la redacción de Rolling Stone: lo entrevisté con motivo de la edición de Bohemio, un disco hermoso y heridor, si es que ambas cosas no son la misma, con muchísimo de réquiem por los buenos e irrecuperables tiempos pasados. Unos tiempos que, pese al contenido de las canciones, me perjuró que no fueron mejores que el presente. Aunque no le creí, sigo sin creerle.    


Calamaro y el arriba firmante en la redacción española de Rolling Stone (julio, 2013).


Aquella entrevista se extendió más de lo previsto. Mucho más, desde luego, de lo que le hubiera gustado a su diligente mánager, Olga Castreno, que a duras penas logró disimular su enfado por el hecho de que llegarían tarde a nuevos compromisos promocionales.

Pero es que el Calamaro de los últimos años ―y corríjanme si no quienes hayan tenido la oportunidad de entrevistarlo― es un derroche de dudas. Un hombre que esgrime un discurso abultado de pausas, de silencios inauditos, de digresiones sin fin que lo apartan del tema principal y le impiden retomar el hilo. Como si toda cuestión que se le planteara exigiese por su parte una reflexión a fondo. Algo así como: ojo, no vayamos a decir tonterías que con lo que ya tenemos alrededor es más que suficiente. Pues vivimos en un mundo, bien lo sabe él, en donde la memez pasa más desapercibida de lo deseable porque los mentecatos son legión y se solapan unos a otros.    

Todo esto viene a cuento porque el Comandante Ranchito ha vuelto a la carga: acaban de ver la luz dos documentales de su furioso directo: el disco Jamón del medio y el deuvedé Pura sangre, que viene acompañado a su vez de un cedé.


Portada del disco de directo Jamón del medio.

Portada del deuvedé de directo, más cedé, Pura sangre.


El primero se compone de 16 temas que fueron registrados este mismo año en distintas ciudades españolas, y el segundo incluye 27 canciones, 20 de las cuales pertenecen al concierto que ofreció en el Hipódromo de Palermo (Buenos Aires) el 7 de diciembre de 2013, hace justo un año. Las siete restantes se grabaron en otros lugares de Argentina, además de en Chile, Perú, Colombia y México. En cuanto al cedé extra, recoge 14 temas inmortalizados entre Argentina, Colombia y México.

Tenemos, pues, lo último de Calamaro en doble formato. Una oportunidad de oro para devorarlo en su momento artístico más sugerente; cuando el fuego de siempre convive con la sabiduría de quien se encuentra en el ecuador de los 50, esa barrera que, dicen, marca los dos tramos de que se compone toda vida.

Háganme caso y déjense mecer por esa voz cargada de biografía. Por ese rock literario que se regodea de igual modo en lo que tan intensamente fue y en lo que ya jamás será. Por ese hombre cuyas llamas interiores lo mantienen confinado en una perpetua tormenta, a la deriva siempre, a mil kilómetros de ti aunque lo tengas enfrente. Náufrago de sus propios demonios, que por fortuna, pues hacen mucho más llevadero este caos, no dejan de acecharle.

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