martes, 14 de octubre de 2014

Sabina, 5.475 noches después (un breve repaso a la historia de su ‘mejor’ disco)

Joaquín Sabina y Javier Menéndez Flores, en la casa museo del primero, en el verano de 1998, un año antes de que viera la luz 19 días y 500 noches.

En un principio iban a ser sólo dos conciertos en España, uno en Madrid (13 de diciembre, Barclaycard Arena) y otro en Barcelona (22 de diciembre, Palau Sant Jordi). Sucede que las entradas para el primero salen a la venta y en apenas dos horas se evaporan igual que si las regalasen. Ante tamaña avalancha, los promotores se ponen las pilas y añaden una segunda fecha en la capital (el 16 de ese mes). En esta ocasión los tíquets vuelan en la mitad de tiempo, por lo que no hay que descartar que se anuncie una tercera cita. La ciudad que le ha rendido a Sabina semejante declaración de amor, la mayor que puede recibir un músico, es aquella en donde vive desde hace casi 40 años y a la que, por mucho que tontee con otras, siempre termina volviendo.

Esas actuaciones «en casa» ―en Barna también se le venera― serán los coletazos de la gira 500 noches para una crisis, con la que el andaluz más madrileño del mundo viene de triunfar superlativamente en distintos países de Latinoamérica (Perú, Chile, Argentina y Uruguay). Una gira que ha estado apuntalada en las canciones de su disco más celebrado, 19 días y 500 noches, el cual acaba de cumplir 15 años (5.475 días con sus noches) sin dejarse en el camino un solo gramo de magia. 

Nos hallamos ante una de esas obras maestras con las que todo artista fantasea, y que cuando al fin llegan no suelen tener una continuación. Un trabajo que presenta hoy, si cabe, mejor aspecto que cuando fue concebido. Pues a lo largo de este tiempo, y al margen de su calidad intrínseca, la leyenda se ha apoderado de él y se ha encargado de agigantar sus muchos méritos y minimizar sus contados costurones.

Frecuenté bastante a Joaquín durante el año previo a la publicación de ese disco, recién salido él de la decepcionante experiencia con Fito Paéz (Enemigos íntimos), quien lo vampirizó, y a punto de embarcarme yo en la escritura de Perdonen la tristeza, su biografía.

En nuestros encuentros en su fortaleza de Tirso de Molina se le notaba exultante; ávido por desintoxicarse del colocón argentino y fraguar un puñado de canciones de muy distinto sabor, marcadamente español y sabiniano, es decir, autobiográfico. «Javi, voy a hacer un disco ―me relató en los preliminares de ese febril trayecto hacia lo mejor de sí mismo― aflamencadito y con mucha rumba, aunque la mayoría de las canciones girarán en la órbita del amor». El amor, claro. Recuerdo muy bien que se confesaba enamoradísimo de una canción que hablaba justamente de un enamoramiento y con la que andaba peleándose en aquellas locas madrugadas. Ese proyecto de canción, que entonces ni siquiera tenía título, terminó siendo «Ahora que…» («ahora que está tan sola la soledad»), la espléndida pieza que abre el disco y una de las más brillantes de su extenso repertorio de «grandes canciones para la posteridad».




Hay que decir que en aquella época aún no había renunciado a sus inveteradas adicciones, y que ese perfume de alevosa nocturnidad y mucho trajín de gente sin alma que pierde la calma con la cocaína impregnó de un modo inevitable aquellos temas y les otorgó esa textura hiperrealista que ha permitido que, al cabo de tres lustros, sigan teniendo la misma faz que cuando fueron dados a conocer. Ese anclaje a la mala vida, que quizá sea la buena, no es ningún secreto, puesto que unos años más tarde él mismo me reconoció para el libro En carne viva: «El proceso de creación de 19 días y 500 noches fueron cuatro o cinco meses escribiendo 20 horas diarias, metiéndome de todo».

Una vez que las canciones estuvieron listas, porfió cuanto pudo para que se pusieran a la venta como un disco doble ―se juntó con cerca de una veintena y no se sentía capaz de hacer una criba, pues todas le gustaban muchísimo― y que este viera la luz el día de su cumpleaños bajo el título de A mis cuarenta y diez, que es el de una de las autorreferenciales canciones que lo integran. Pero las más altas instancias de la discográfica, haciendo gala de su proverbial prudencia, lo disuadieron de aquella idea alegando el nulo gancho comercial de los dobles, y en aquel tira y afloja se les fue medio año. Total, que no hubo más remedio que cambiar el título. Por más que Joaquín me explicara en una entrevista para Interviú que si se decidió a hacerlo fue porque entendió que aquello habría significado «solemnizar demasiado algo que no es más que cumplir un año». Hizo bien, qué coño. ¿Para qué demonios iba a despotricar contra sus editores si ambas partes defendían idénticos intereses y, a la postre, quedó satisfecho?  

El caso es que cuando el disco vio, por fin, la luz, la respuesta del público fue igual de atronadora que 19 bombas atómicas. O que 500. Si Sabina ya era respetado como escritor de canciones, y considerado un calavera con atributos de estrella de rock tanto en España como en Argentina y México, aquel nuevo trabajo disparó aún más su popularidad y afianzó su seductora figura. Le reportó, en suma, una gloria impensada. El aldabonazo llegó con los Premios de la Música, en donde se alzó con cuatro de los cinco galardones a los que optaba: Mejor Autor Pop, Mejor Artista Pop, Mejor Disco del Año y Mejor Canción del Año. «La juventud dijo en una de las intervenciones, la estatuilla bien alta venimos arrollando». Y tanto que sí. Quién pillara ahora, Joaquín, esos enjutos cuarenta y diez.




Como disco, es muy probable que se trate del más homogéneo y racial que haya grabado nunca, y el menos impostado. En ese sentido, su largo predicamento es del todo comprensible. Joaquín no sólo escribió sus mejores letras hasta ese momento, sino que todas las canciones eran redondas: no les sobraba ni faltaba nada, y no había una sola de relleno. Algo por completo extraordinario.

Los tres trabajos de estudio que le sucedieron Dímelo en la calle (2002), Alivio de luto (2005) y Vinagre y rosas (2009) son manifiestamente inferiores, en conjunto, a 19 días y 500 noches, si bien algunos de sus textos lograron superar aquel elevado listón lírico (estoy hablando de «Peces de ciudad», de «La canción más hermosa del mundo», de «69 punto G» y de «Seis tequilas», por citar unos pocos ejemplos, aunque hay más). Sin embargo, aquel disco tenía, tiene, una alquimia especial.

No cabe duda de que esa atmósfera «aflamencadita», deudora de la rumba más salvaje (Bambino), conectó con la moda imperante no hay que olvidar que un mes después de la aparición del disco Estopa arrasó con su ópera prima, el homónimo y ultrarrumbero Estopa, y que la hondura e ironía que lo vertebran, dos cualidades que no tienen por qué ser antagónicas, al contrario, resultaron un poderoso imán para todos esos hijos y padres que, a partir de entonces, se engancharon a esa droga dura que es Sabina y ya no la han dejado. A aquel Sabina, al menos; que no está muy claro que siga siendo el mismo. 

Llegados a este punto, toca preguntarse si en estas 5.475 noches el más dotado de nuestros escritores de cantables ha pecado de autocomplacencia. Tal vez, es posible. Pero prefiero pensar que lo que ha sucedido es que la pasión musical, tan viva en él durante años a pesar de sus profundas raíces poéticas, ha ido periclitando y cediéndole terreno a la literaria. Un desamor y un nuevo enamoramiento, vaya.

Y aunque el nervio y la inspiración no se hayan desvanecido, como corroboran al menos una decena de sus composiciones posteriores, algunas de las cuales he citado, y que inciden obsesivamente en la idea de que la vida es un pacto costosísimo entre la fiebre y despertarse, algo que sin duda comparto, Joaquín tendría que reflexionar y plantearse muy en serio qué es lo que quiere ser de mayor. Desde fuera, las cosas se ven con una claridad que asusta, y lo que nos dicen es que su registro natural es la canción y que esta se sustenta, siempre, en la música, y que debe seguir cultivando ese género porque es ahí y sólo ahí donde deja de ser uno más y se convierte en mascarón de proa. En el «mejor tiempo en Le Mans» de su grey.

Si algún día repara en ello quizá el contador vuelva a ponerse a cero y 19 días y 500 noches, ese disco irrepetible, no sea ya el punto de referencia sino el primero, cronológicamente hablando, de los dos magnos trabajos de Joaquín Sabina.

Como no podía ser de otra forma, él es quien tiene la última palabra.


 


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