miércoles, 9 de diciembre de 2020

Los últimos latidos de Lennon

(Publicado en la web Uppers el 8 de diciembre de 2020) 

Nunca sabremos qué nuevas aportaciones habría hecho John Lennon a la historia de la música popular, que tantísimo le debe, si hace cuatro décadas un desequilibrado no se hubiera cruzado en su camino como un ángel exterminador. ¿Habría alumbrado más obras maestras? Es casi seguro que sí, teniendo en cuenta su enorme talento y su edad, 40 años, pero cabe pensar que habría firmado a su vez trabajos por debajo de su genio. ¿Habría seguido generando titulares polémicos? Rotundamente sí, ya que poseía un don especial para provocar un incendio en cada entrevista. Y la pregunta del millón de libras esterlinas: ¿los Beatles habrían vuelto? Aunque entonces parecía un imposible, puesto que Lennon renegaba de la que es considerada la mejor banda musical de todos los tiempos y tanto él como las otras dos cabezas pensantes andaban en otra, quién sabe. Tal vez, cerradas, por fin, las viejas heridas, los cuatro de Liverpool podrían haberse dado una tregua para grabar alguna canción o incluso un disco, o para ofrecer un concierto. Desde luego, las ofertas para realizar una gira de reunión habrían sido difíciles de ignorar debido al persuasivo talón en blanco sobre la mesa. 

Pero eso es algo que jamás llegaremos a saber. Lo que sí sabemos, en cambio, es que su absurdo asesinato terminó de canonizarlo y lo convirtió en el beatle supremo, al tiempo que condenó a Paul McCartney a lucir la etiqueta de eterno segundón y revalorizó la figura de George Harrison. En el 40 aniversario de su muerte, este artículo relata cómo fue el último día entre los vivos de uno de los grandes iconos planetarios de la segunda mitad del siglo XX. 

La mañana. Nos encontramos en Nueva York. Es 8 de diciembre de 1980, ese tramo del año en el que el otoño comienza a difuminarse y ya se siente en la piel, y en los huesos, la mordedura del invierno. En un apartamento del lujoso edificio Dakota, el mismo inmueble que Roman Polanski escogió 13 años antes para rodar los exteriores de La semilla del diablo, John Lennon, músico superdotado y pacifista militante ―perdón por el oxímoron―, uno de los hombres más famosos del mundo, se ha levantado temprano. Su hijo Sean, de cinco años, fruto de la unión con la mujer con la que comparte su vida, Yoko Ono, se despierta pronto y a él le gusta disfrutar de su compañía en esa quieta hora del día y verle desayunar. No es difícil imaginarlo jugando con el pequeño como un niño más. Hace apenas dos meses que ha cumplido los 40 y atraviesa su mejor momento familiar.   

John y Yoko salen de casa para desayunar y hacer varios recados, y poco después están de vuelta en el nido. Sobre el mediodía suena el timbre. Es la fotógrafa Annie Leibovitz. Va a hacerles una sesión de fotos para la revista Rolling Stone, de la cual saldrá una fotografía que, además de ilustrar la portada de esa publicación, dará la vuelta al mundo y hará historia. 

Quiero detenerme un momento en esa imagen. Lennon tiene muy claro que su mujer debe protagonizar junto a él la portada, por más que en la publicación, aunque se cuidan mucho de expresarlo y les siguen el juego, lo que pretenden es que la ocupe él solo. Pero el músico no está dispuesto a correr riesgos y, como es listísimo, les ofrece un caramelo imposible de rechazar: se va a desnudar y va a permitirle a esa brillante fotógrafa que lo retrate abrazado a su mujer, quien permanecerá vestida. Dicho y hecho. John se despoja del disfraz de estrella de la música, de genio, de icono cultural, y se deja inmortalizar, libre de filtros, en la que es una de las mayores declaraciones de amor gráficas de todos los tiempos. Pese a su desnudez, no hay en esa fotografía un gramo de erotismo. Quizá porque ese beso y esa manera de envolverla parecen ir dirigidos, más que a la mujer amada, a una madre: la posición del cuerpo, fetal, constata esto último. Él se siente hasta tal punto protegido a su lado que es como si regresara al vientre materno. A punto de nacer, cuando en realidad está a nada de morir. 

 


Vuelvo al día D. Al poco de que la fotógrafa abandone la residencia de los Lennon, suena de nuevo el timbre. Es Dave Sholin, de la emisora de radio RKO, acompañado de otras tres personas. Los recién llegados les hacen una larga entrevista a John y a Yoko en la que al músico se le nota cómodo y en la que habla de absolutamente todo: su trabajo pasado y presente, su vida íntima y familiar, la política... En un momento de esa charla dice: «¿Qué pasa si arrojan bombas por toda la Tierra? ¿Qué va a pasar? ¿Alguien va a responder a eso? O viviremos o moriremos. Si estamos muertos, tendremos que lidiar con eso. Si estamos vivos, tenemos que lidiar con estar vivos. Entonces, preocuparse por si Wall Street o el Apocalipsis vendrán en forma de una gran Bestia no nos va a hacer ningún bien». Esa será la última entrevista que Lennon conceda, aunque él, claro, no lo sabe. 

La tarde. Sobre las cinco de la tarde, la célebre pareja sale de su domicilio junto con el periodista y sus acompañantes para dirigirse, en la limusina de estos, al estudio de grabación Record Plant. Entre el grupo de fans que aguardan la aparición del ídolo frente a la entrada del edificio Dakota se encuentra su asesino, Mark David Chapman, de 25 años. 

Quiero detenerme unos instantes en él, en el monstruo. Hasta aquel día, su gris biografía sólo es conocida por un reducido grupo de personas. Pero en cuestión de horas eso va a cambiar drásticamente. El 6 de diciembre de 1980 se ha subido a un avión en Honolulu (Hawái), donde reside, y ha aterrizado en Nueva York con un revólver y una misión que le abrasa el alma: asesinar a su admirado John Lennon. ¿El motivo? Una explosiva declaración que el músico hizo a propósito de los Beatles en 1966 (¡14 años antes!): «Somos más populares que Jesús». De arraigadas convicciones religiosas, esa frase despierta sus demonios interiores. También, el hecho de que aquel hombre de aspecto mesiánico que predica el amor y la paz viva en cambio como un millonario. A su juicio, Lennon no es más que un impostor. Y él, que ha devorado los discos de los Beatles y se ha trasladado gracias a ellos a otros mundos, se siente profundamente estafado. Profundamente dolido. 

Estamos de nuevo en la tarde del día de autos. Chapman estrecha la mano de su ídolo y le tiende el recién horneado disco Double fantasy, en cuya cubierta John y Yoko se besan en los labios con los ojos cerrados. La estrella de la música escribe en la carpeta del álbum el nombre de su asesino y estampa su firma, tras lo cual le pregunta si eso es todo. Existe un documento gráfico de ese momento por cortesía de otro fan allí presente, el fotógrafo Paul Goresh. Esa es, de hecho, la última foto de Lennon vivo. Una imagen siniestra a más no poder. El músico viste una cazadora de piel negra con pelo del mismo color en el cuello y tras él puede verse, con gesto alelado, simiesco, infantil, al magnicida. 

 


Después de contentar a sus seguidores, el músico y su mujer entran en el vehículo y se dirigen al estudio de grabación. Allí trabajan durante varias horas en «Walking on Thin Ice», un tema new wave que saldría como sencillo en enero de 1981. Y aunque su autoría se atribuye en exclusiva a Yoko, lo cierto es que Lennon estuvo metiéndole mano a esa canción varios días y grabó la guitarra principal. Al acabar la jornada él está eufórico, porque aquella pieza se les estaba resistiendo y, por fin, han logrado rematarla. 

La noche. Cuando faltan diez minutos para que el reloj marque las once de la noche, una limusina se detiene delante del edificio Dakota. John y Yoko descienden de ella y echan a andar hacia la entrada. Él quiere darle a Sean un beso y un abrazo de buenas noches antes de que su cuidadora lo acueste, y después irán a cenar a uno de sus restaurantes orientales favoritos. Aquel parece un día de tantos, un día cualquiera. Pero no lo es. Es todo menos eso. 

La mujer camina delante. Y allí está Chapman; acechante como un demonio en la noche. Cuando la pareja está a punto de cruzar el arco exterior de la vivienda, el perturbado fan saca el revólver que oculta en el abrigo y dispara a Lennon por la espalda cinco veces. Cinco detonaciones que a esa hora de menor actividad humana restallan igual que truenos. El músico cae al suelo con cuatro de las cinco balas alojadas en el cuerpo. Son proyectiles de punta hueca, mucho más letales, porque aquella elevada misión debe resolverse con éxito. 

El conserje acude a socorrer al ilustre propietario, quien se arrastra por el suelo como en una película policíaca mientras se desangra. Los testimonios no citan la reacción de Yoko en ese momento, pero es lógico pensar que, aterrorizada, sin entender aún muy bien lo que está pasando, se ha resguardado en el interior del edificio. Cuando el trabajador se da cuenta de la extrema gravedad de las heridas del músico, lo cubre con su chaqueta y telefonea de inmediato a la policía. El primer coche patrulla no tarda en aparecer. El asesino está allí, no ha huido. Ha tirado el arma al suelo y se le ve tranquilo mientras ojea un libro que ha comprado esa misma mañana. Es un ejemplar de El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, que se sabe casi de memoria. Al preguntarle el portero si es acaso consciente de lo que acaba de hacer, él responde: “Sí, he disparado a John Lennon”. En el momento en que lo esposan y lo introducen en un coche policial no opone la menor resistencia, al contrario. Se muestra dócil y entero. 

Otro coche patrulla traslada entretanto a la estrella moribunda al centro médico más cercano, el Roosevelt Hospital. En el delirante trayecto, el herido responde afirmativamente a la pregunta de si es John Lennon y poco después todo aquello cuanto le rodea se apaga. En el hospital, varios facultativos intentan durante varios minutos hacer posible lo imposible, ya que el más famoso paciente al que han atendido nunca ha perdido una gran cantidad de sangre. 

Pasadas las once y diez de la noche, el corazón de John Lennon sucumbe. Ha muerto el hombre. Nace la leyenda. 

Epílogo. ¿En verdad la inflada sentencia de Lennon, «Somos más populares que Jesús», fue la espoleta que percutió los proyectiles que lo mataron? Chapman, quien declaró que cuando le pidió el autógrafo se mostró «muy amable y paciente» con él, era, además de un psicótico, un fracasado en busca de notoriedad mundial, por lo que cabe pensar que aquel crimen se habría consumado aunque la palabra «Jesús» no hubiese salido nunca de la temeraria boca del ex-beatle. Más tarde se supo que en la «lista» del homicida figuraban otros nombres de oro, como Paul McCartney y Ronald Reagan. 

Aquel magnicidio fue, en realidad, la culminación de una catarata de desastres personales: malos tratos en la infancia por parte de su padre, una adolescencia y juventud erráticas, un fracaso sentimental y el abandono de sus estudios universitarios, un intento de suicidio con el consiguiente ingreso en un psiquiátrico… Nada, en cualquier caso, capaz de justificar lo que hizo. Por esa razón sigue entre rejas 40 años después y se le ha denegado la libertad condicional hasta en once ocasiones.  

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