viernes, 21 de octubre de 2016

Cuando los suecos desmienten el tópico

Bob Dylan, figura y genio.

Atrincherados en sus confortables casas, o en las asépticas agencias literarias de sus representantes, los exquisitos nobelables, una decena de escritores de distintas generaciones y nacionalidades, se quedaron mudos. Ese personaje atrabiliario, con esa voz que dinamita las más básicas reglas de lo que debe ser un cantante, autor de unas letras escritas a machetazos y habitadas por dioses caídos y seres desguazados que jamás vieron el sol, les acababa de pasar por la izquierda a la manera en la que el Correcaminos le hiela la sonrisa al Coyote, dejando una estela de polvo tras de sí.

Para algunos de ellos se trataba, seguramente, del último tren. Pero esas son las reglas del juego, baby, y el titular, se mire por donde se mire, es precioso: «Bob Dylan, premio Nobel de Literatura 2016». Y lo es por lo que de heterodoxo y contracorriente tiene, y porque viene de una institución cuya fama de conservadora le precede.

La Academia sueca se ha quitado, por fin, la corbata, ha agitado la melena al viento y ha sorteado un prejuicio que sienta un precedente: los escritores de canciones también son escritores. Y más si han influido en tanta gente ―ciudadanos de a pie y artistas varios― durante tantísimos años. Los Nobel, de paso, bajan a la calle y se humanizan, aun a riesgo de ser tachados de populistas.

Apenas explotar la noticia en las redes sociales, la maquinaria de siempre, la de los que lanzan piedras y los que mandan flores, se puso en marcha y sembró el universo virtual de dicterios y besos (el goteo aún sigue).

Disparate para unos y acto de justicia ―poética, claro― para otros, lo que no admite duda es que el suyo era, es, un caso aparte dentro de la envidiada nómina de los favoritos de los últimos años al más prestigioso galardón literario.

Marca internacional y quintaesencia del poeta con guitarra gracias a un talento tan inmenso como la suma de su ambición y su ego, conviene precisar que no hay un solo Dylan sino múltiples: el cantor de las miserias humanas, el filósofo, el antibelicista, el lúcido cronista del devenir, el novelista infumable, el músico infravalorado, el símbolo intergeneracional, el erudito de la música autóctona, el locutor y disyóquey de fino paladar, el anacoreta, la pesadilla de todo entrevistador. Todos esos Dylan, y otros muchos, confluyen, sin embargo, en el mismo Bob: el hombre que ha hecho de la búsqueda de la canción perfecta el sentido último de su existencia.

En su monumental obra hay piezas que parecen dictadas desde el cielo y, también, pestiños indefendibles. Pero ya se sabe que para alcanzar la excelencia hay que quemar antes miles de cartuchos. Y eso sin contar que, en su grey, nadie ha arriesgado tanto, ha padecido tanto, ha transgredido tanto ni ha emocionado tanto como él.

Ajeno a todo lo que no sea su olfato ―ventajas de ser una estrella de la música popular, un Stone de la canción de autor, una leyenda―, incluida esa crítica fundamentalista que ha condenado al fuego eterno varios de sus discos, se ha mantenido siempre fiel a un catecismo que reza que no hay que serle fiel a nada. O sí, únicamente a una cosa: a la inequívoca llamada de las musas, tan veleidosas como imprevisibles. Ya que hoy quieren emborracharse de sol y pasado mañana cantar bajo la lluvia. 

Dylan, estadounidense de ascendencia hebrea, personifica el sueño americano como pocos, y en todos o casi todos sus discos hay un tema que subyace, América (léase Estados Unidos), tierra por igual de promisión y desigualdades; catálogo por antonomasia de lo mejor y lo más abyecto de nuestra especie. Un monstruo contra el que el viejo Bob ha arremetido con dureza porque lo ama por encima de todo.

Él ha cantado al mundo entero a qué sabe el fogonazo cegador del sueño americano, sí, pero, sobre todo, su ingrato reverso: las pesadillas que provoca el llegar tan alto y las sombras que reinan cuando los focos se apagan, los aplausos se extinguen y en la alta madrugada el guerrero, exhausto y solo, comprende que no es ningún dios, que no es más que un hombre (mortal y rosa).

Al ver su nombre entre las tiránicas tendencias de Twitter, muchos no pudieron evitar pensar que otro ilustre carcamal se acababa de ir al hoyo. Pero nada más lejos, pues ahora ya no hay forma de matarlo. La épica de sus canciones se ha apoderado felizmente de su vida.

A sus 75 aprovechadísimos años, Bob Dylan, que llevaba ya siglos siendo un género, es desde ahora, y ya para siempre, carne de la mejor literatura de todos los tiempos.

El sueño americano, que parecía definitivamente enterrado, sigue vivo y canturreando. Y eso hasta los suecos, tan dados a negar la evidencia por el simple y eficaz método de mirar para otro lado, lo han terminado por reconocer. Benditos sean. 


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