viernes, 19 de junio de 2015

Pájaros en el corazón

Portada de Lo que aletea en nuestras cabezas, 'primer' disco en solitario de Roberto Iniesta.

Desde la noche de los tiempos de Extremoduro, allá por el crepúsculo de los ochenta, Roberto Iniesta Ojea, Robe (Plasencia, 1962), se ha tomado muy en serio la célebre máxima de Georges Louis Leclerc, conde de Buffon: «El estilo es el hombre». El ilustrado francés vindicaba la búsqueda de la propia personalidad expresiva en la literatura, la distinción frente a una voz predominante, algo que se desarrolló con plenitud, y sin barreras de ningún tipo, en el Romanticismo. Y eso, apuntalar una impronta, una huella digital, un estilo, en fin, fue, ya digo, la tarea que el artista extremeño se impuso, con tanta vehemencia como convicción, desde el mismo momento en que empezó a escribir canciones con el propósito de darlas a conocer.

Distanciarte formalmente del resto de tus colegas y abrir nuevos caminos líricos y musicales no sólo comporta una dificultad extrema ―hay que tener talento, vaya―, sino que, además, entraña riesgos considerables. Pero el que quiera sobresalir y desmarcarse del discurso imperante y del sonido generalista, del lugar común, ha de arrojarse al mar enfurecido e infestado de tiburones sin pensárselo un segundo y comenzar a bracear a contracorriente. Y que sea lo que Dios y el diablo quieran.

La última muestra de que lo de Robe es auténtica pasión por el riesgo es Lo que aletea en nuestras cabezas (El Dromedario Records), el «primer» disco en solitario de su ya dilatada carrera musical (en puridad, el primero fue Pedrá: una larga canción con múltiples ambientes que, por causa de las exigencias de la discográfica, tuvo que ver la luz con el nombre de Extremoduro). Salvo por los cambios de ritmo tan frecuentes en la obra del grupo de origen extremeño, esos largos y suculentos desarrollos, y por la reconocible poesía de Iniesta, nos encontramos ante un trabajo distinto a todo lo anteriormente hecho por él.

De entrada, la falta de electricidad, de caña, es el rasgo más notable que diferencia a este disco de los alumbrados bajo la marca Extremoduro. Tal y como declaró Robe en la rueda de prensa ofrecida en Madrid: «Estas canciones sí podrían haber sido de Extremoduro, aunque en ese caso serían muy distintas».

Esa ausencia de electricidad se ve compensada, no obstante, por una gran intensidad y un marcado dramatismo, por más que en un disco la intensidad quede ineludiblemente atenuada. Robe me lo explicaba así en la entrevista que mantuvimos, junto al resto de los músicos, para el diario El Mundo (leer aquí íntegra): «Este es un disco que engaña un poco respecto a la intensidad. Date cuenta de que es música con un rollo un poquito clásico, y ahí se le da mucha importancia a la dinámica, a la diferencia de volumen, y un disco no te permite hacer eso. La dinámica que consigues en directo no es fácil llevarla al disco. En un local de ensayo hay partes con una energía y un marchón de cojones. En el disco, en cambio, no se aprecia».

Iniesta tuvo que abandonar su tierra natal para hacerse un nombre («Tierra de conquistadores, no nos quedan más cojones, / si no puedes irte lejos, te quedarás sin pellejo»: «Extremaydura»), y ahora que ya lo tiene, aunque su residencia oficial se encuentre en el País Vasco, la visita cada vez más en busca del preciado sol, tan esquivo en el norte. Esa fue una de las dos razones que le animaron a juntarse con un músico paisano y empezar a pulir un puñado de composiciones en bruto de distintas épocas. La otra fue que Iñaki Uoho Antón, su socio y cómplice en la construcción de las canciones de Extremoduro, se encontraba mezclando Para todos los públicos, último disco hasta la fecha del grupo.

El elegido fue el batería Alber Fuentes (Plasencia, 1986), quien tras varias sesiones con Robe se encargó de reclutar al resto de los miembros del comando: David Lerman (Cáceres, 1988), bajo, saxo y clarinete; Álvaro Rodríguez Barroso (Almendralejo, 1975), piano, teclados y acordeón; Lorenzo González (Cáceres, 1975), voces, y Carlitos Pérez (Almendralejo, 1990), violín.

Esos cinco privilegiados, todos ellos músicos curtidos en diversos estilos a pesar de su juventud, son los responsables de armar la banda sonora sobre la cual la voz del hombre herido, de la bestia, nos va relatando su epopeya de deseos e imposibles. Un viaje emocional que transcurre a lo largo de ocho canciones: «Un suspiro acompasado», «… Y rozar contigo», «Nana cruel», «De manera urgente», «Por ser un pervertido», «Ruptura leve», «Guerrero» y «Contra todos».

Además de solvencia y oficio, cualidades obligadas en todo instrumentista profesional, esos músicos demuestran andar sobrados de sensibilidad, buen gusto y carácter. Esto último era un rasgo indispensable, pues aunque nos consta que Robe sabe muy bien lo que quiere y ha sido él quien ha ejercido de director de orquesta, sus conocimientos técnicos son limitados y por ese motivo no ha tenido más remedio que dejarse asesorar, a la fuerza, por quienes sí conocen a fondo el lenguaje de la música, que como cualquier otro posee sus propias leyes y mecánica.

No se aprecia en el trabajo de estos ejecutantes (la voz de Lorenzo la considero un instrumento más, dada su calidad) ninguna veleidad que chirríe, ningún adorno de más, ningún arreglo impostado, ya que los excesos, que haberlos, haylos, han sido premeditados y, sobre todo, certeros. Quiero decir con esto que aunque en el libreto del cedé aseguren que buscaron los arreglos «con la libertad que da la ignorancia», es sabiduría y no otra cosa lo que estas canciones transmiten: la artesanía netamente extremeña acaba funcionando con la eficacia y la precisión del mecanismo de un reloj suizo. Eso sí, dotado de alma. De vida. Dicho de otro modo: entre los seis han levantado un disco delicioso y valiente. Algo más de 43 minutos de música emocionante y tan en las antípodas de las mariconadas a la moda que escupen las radiofórmulas como el cielo lo está del infierno.


De izqda. a dcha.: Carlitos Pérez, David Lerman, Alber Fuentes, Lorenzo González y Álvaro Rodríguez Barroso.


En lo concerniente a la letra, a la literatura, los textos de los ocho temas bien podrían haber sido uno solo. Es como si un largo escrito se hubiera troceado debido a las servidumbres propias del formato disco, puesto que todos ellos están elaborados con los mismos ingredientes e idéntico aroma. En ese sentido, el relato, que no el disco, recuerda, salvando todas las distancias, a la Ley innata, en donde la narración es como un vórtice enloquecido que, sin embargo, acaba desembocando ―¿muriendo?― en el punto de partida. Aquí no es exactamente así, pero casi: la «brisa» y el «frío» son parientes no tan lejanos.

Esa impresión de «texto unitario» viene dada por el hecho de que Robe, como letrista, es ―cada vez más― un creador de sensaciones, de atmósferas, de intangibles, y en la confección de sus letras tienen un mayor peso las imágenes, las metáforas, que la literalidad de lo que se dice (si bien hay fragmentos en los que esta última es tan decisiva como demoledora).

La desolación, el pesimismo y la indesmayable persecución del placer conforman, como tantas otras veces, la sangre de estas ocho piezas, cuya belleza literaria cumple sobradamente con lo esperado.

Y es que no hay que engañarse: este es un disco de Roberto Iniesta, y es por ello que, pese a lo novedoso de su propuesta, contiene abundantes muestras de las constantes que como creador ha ido diseminando a lo largo de su vasto cancionero.

En Lo que aletea en nuestras cabezas están, sí, muchos de los elementos recurrentes en la obra de Extremoduro: el sol, las flores, la primavera, la luna... Escapar de ti mismo, de tus obsesiones, no es posible. En nuestra entrevista para El Mundo, Robe reflexionaba sobre este asunto del siguiente modo: «¿Que tengo cosas recurrentes en mis canciones? Vale. Pero no siempre dicen lo mismo. Y cuando hablo del sol, por ponerte un ejemplo, no siempre hablo de lo mismo. O cuando hablo del viento o del mar. Suelen ser metáforas. Pero como son cosas muy grandes, son muy fáciles de usar. La primavera. Joder, otra vez me sale la primavera. Pero, coño, es que es un verso de puta madre y me ha quedado un poema cojonudo. Y si otros tíos me dicen que me he repetido, me importa una mierda. La repetición está justificada si entra bien y arregla un verso».

No faltan tampoco ―no podían faltar― los guiños «transgresivos» marca de la casa, si bien hay que conceder que en este caso la fiera está mucho más contenida. El ejemplo más nítido se encuentra en la bellísima e intensa «Contra todos», canción que Robe dio a conocer en la gira Robando perchas del hotel (2012): «Y esta flor, que ya sabes que es tuya, / se descapulla / recordando el roce de tus pelos». Cuando en nuestra charla quise saber de dónde le viene esa propensión a escupir fuego, esos machetazos del habla que él ha conseguido convertir en armazón de estilo y seña de identidad, la explicación que me dio fue: «Creo que hay que usar el lenguaje de una manera óptima. Se pueden decir las cosas de muchas formas. En el lenguaje y en la comunicación, la primera ley es que el interlocutor te entienda. ¿Por qué no voy a utilizar una palabra malsonante? ¿Que no sirven para nada? Mentira. Sirven para ver la intensidad y el sentimiento. El lenguaje hay que optimizarlo y exprimirlo al máximo. No es lo mismo “tu pelo” que “tus pelos”. “Tus pelos” son los del coño, y “tu pelo”, tu cabello hermoso al viento. Si quieres explicar algo de verdad, intensamente, tienes que usar todas las palabras que te lo permitan».

La épica del guerrero, tan Iniesta, tan Extremoduro, recorre la espina dorsal de la canción del mismo título, «Guerrero», en la que nos topamos con estos versos memorables: «Del desfiladero / no os voy a dejar pasar. / A este matadero / no hemos venido a mirar. / Como buen guerrero / puedo dar la talla, / puedo darlo todo, / pues doy todo por perdido / en cada batalla. / Y nunca me he rendido / porque si la pierdo, / ¿para qué quiero estar vivo?». Un espíritu, el de heroico paladín, que le viene de antiguo. De hecho, se hallaba ya en el arriesgadísimo, e imposible de radiar, Pedrá, tanto en los versos por él escritos como en aquellos que tomó prestados de los cuadernos ―de las servilletas― de Manolo Chinato.  

En cuanto al antes citado pesimismo, fruto de la furiosa actualidad («No sé si ahora estoy en una época demasiado pesimista porque leo demasiadas noticias», me decía en nuestra conversación), no es esta, insisto, la primera vez que impregna sus composiciones. Ya se encontraba presente, y en grado sumo, en La ley innata, un disco en el que las noticias también tenían una importancia crucial y cuya letra podría resumirse con este par de versos terribles: «Si quiero ir a la moda / necesito una pistola». Y aunque en este nuevo trabajo Robe no logra superar esa retablo de maldad, sí que hay algunos pasajes inquietantes que retrotraen a aquella obra: «Ahí afuera / sólo hay monstruos, sólo hay gente / que te compra y que te vende, / que te odia, que te miente, / que te roba, que te mata, / que te viola y que no siente nada».

Y está, también, la filosofía. La ya mencionada «Contra todos» no deja de ser una ratificación del pensamiento robeniano, pues su esencia ácrata y libérrima ―«Contra todos. / Otra vez me levanto contra todos. / (…) Siempre voy a contracorriente, / de la noche el color yo quiero ver, / y apartarme más de la gente / y alejarme de todo en lo que creen…»― ya estaba impresa en aquel «No quiero ser como tú» que llevaba estampado en una camiseta hace 20 años.


Roberto Iniesta, Robe, en acción.


Por último, y respecto a la utilización de ciertas figuras literarias, hay, al igual que en la discografía de Extremoduro, numerosos ejemplos de personificación o prosopopeya (atribuir propiedades humanas a un animal o a algo inanimado):

«Un suspiro acompasado»:

He notado una brisa pasajera
que me ha dicho que, tal vez,
si quisiera…
(…).
Quédate en silencio y oye
el ruido de mis tripas soñadoras,
que sueñan con comerte a todas horas.
Ruge el deseo contenido.
(…).
Llega el viento mecido
porque acaba de estar contigo.
(…).
Un deseo le he pedido a las flores:
que la busquen, que ellas saben de olores,
que le digan que espero aquí en el Sol,
que da en el último escalón,
a que vuelva.

«Nana cruel»:

… El Sol se ha ido entusiasmado,
le ha salido bien
este atardecer.
(…).
Duérmete, que ya se ha ido el Sol.
Que tenía que hacer, dijo, y se marchó.
Prometió volver al amanecer.

Del mismo modo, se da también el empleo de la metáfora sinestésica (recurso que mezcla sensaciones visuales, auditivas, olfativas, gustativas y táctiles, y que asocia elementos procedentes de los sentidos físicos con los sentimientos), tan presente en la obra de Juan Ramón Jiménez:

«Un suspiro acompasado»:

Respira [la brisa], y noto su respiración;
habla, y sueño con su voz
y con ella.

«…Y rozar contigo»:

… Ni recuerdo aquel cielo
ni tampoco su olor.

«Nana cruel»:

… Y busco en los colores del atardecer
y no la encuentro.

Y luego está el uso de la anáfora (repetición de una o varias palabras al comienzo de un verso), tan efectista, como en el largo recitado de «Nana cruel»:

Yo que pasaba las noches en negociación…
Yo, que te espero.
Yo, que hice cada segundo otro mundo mejor…
Yo, que te espero.
Yo, que velaba las noches enteras…

Yo que, yo que querría poder contarte
que ahí afuera está la vida y sólo hay gente
que quisiera comprenderte
y abrazarte y alegrarte
y ayudarte siempre.

Yo, que estudié al ser humano, te digo
que no, ya nada espero.
Yo, que intenté comprender sus motivos…
Que no, ya nada espero.
Yo, que quisiera encontrarme contigo…

Yo que, yo que pensaba…
Yo que creí firmemente en el amor…

Hay más ejemplos de esas y de otras figuras literarias, pero no creo necesario señalarlas todas. A veces, es mejor dejarse mecer por la música de las palabras y no preguntarse cuál es su origen y cuáles sus apellidos. Sin olvidar que el poeta químicamente puro, y Robe lo es, no es un filólogo, y cuando escribe no se deja llevar por la teoría ni por la razón, sino por el instinto. Tal y como el placentino confesó en la rueda de prensa de este disco: «Yo compongo con el corazón, no con la cabeza». Pájaros, pues, en el pecho y no en la sesera, que se ve obligada a mostrarse juiciosa ―bueno, tampoco tanto― y a aquilatar el torrente creativo.

Lo que aletea en el corazón de Robe, sobre las incansables olas de la sístole y la diástole, es un anhelo permanente de seguir abriendo puertas, de encontrar las respuestas a las preguntas de siempre, de explicarse en medio de este hermoso caos al tiempo que nos conmueve. A eso también se le llama arte.

«… Y rozar contigo», segundo corte de este disco tan arriesgado en su planteamiento y en la cáscara como necesariamente continuista en lo esencial, en los principios filosóficos que sustentan la obra de su autor, concluye con un derrotista: «Le ordeno a mi corazón que se detenga».

No es cierto, claro. Pero los más dotados poetas, los que más nos gustan porque más daño nos hacen, son aquellos que mejor (nos) mienten.

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