Joaquín Sabina y Javier Menéndez Flores, en la casa museo del primero, en el verano de 1998, un año antes de que viera la luz 19 días y 500 noches. |
En
un principio iban a ser sólo dos conciertos en España, uno en Madrid (13 de
diciembre, Barclaycard Arena) y otro en Barcelona (22 de diciembre, Palau Sant
Jordi). Sucede que las entradas para el primero salen a la venta y en apenas
dos horas se evaporan igual que si las regalasen. Ante tamaña avalancha, los
promotores se ponen las pilas y añaden una segunda fecha en la capital (el 16
de ese mes). En esta ocasión los tíquets vuelan en la mitad de tiempo, por lo
que no hay que descartar que se anuncie una tercera cita. La ciudad que le ha
rendido a Sabina semejante declaración de amor, la mayor que puede recibir un
músico, es aquella en donde vive desde hace casi 40 años y a la que, por mucho
que tontee con otras, siempre termina volviendo.
Esas actuaciones «en casa» ―en Barna también se le venera― serán los coletazos de la gira 500 noches para una crisis, con la que el andaluz más madrileño del mundo viene de triunfar superlativamente en distintos países de Latinoamérica (Perú, Chile, Argentina y Uruguay). Una gira que ha estado apuntalada en las canciones de su disco más celebrado, 19 días y 500 noches, el cual acaba de cumplir 15 años (5.475 días con sus noches) sin dejarse en el camino un solo gramo de magia.
Nos
hallamos ante una de esas obras maestras con las que todo artista fantasea, y
que cuando al fin llegan no suelen tener una continuación. Un trabajo que
presenta hoy, si cabe, mejor aspecto que cuando fue concebido. Pues a lo largo
de este tiempo, y al margen de su calidad intrínseca, la leyenda se ha
apoderado de él y se ha encargado de agigantar sus muchos méritos y minimizar
sus contados costurones.
Frecuenté
bastante a Joaquín durante el año previo a la publicación de ese disco, recién
salido él de la decepcionante experiencia con Fito Paéz (Enemigos íntimos), quien lo vampirizó, y a punto de embarcarme yo
en la escritura de Perdonen la tristeza,
su biografía.
En
nuestros encuentros en su fortaleza de Tirso de Molina se le notaba exultante;
ávido por desintoxicarse del colocón argentino y fraguar un puñado de canciones
de muy distinto sabor, marcadamente español y sabiniano, es decir,
autobiográfico. «Javi, voy a hacer un disco ―me relató en los preliminares de
ese febril trayecto hacia lo mejor de sí mismo― aflamencadito y con mucha
rumba, aunque la mayoría de las canciones girarán en la órbita del amor». El
amor, claro. Recuerdo muy bien que se confesaba enamoradísimo de una canción
que hablaba justamente de un enamoramiento y con la que andaba peleándose en
aquellas locas madrugadas. Ese proyecto de canción, que entonces ni siquiera
tenía título, terminó siendo «Ahora que…» («ahora que está tan sola la soledad»),
la espléndida pieza que abre el disco y una de las más brillantes de su extenso
repertorio de «grandes canciones para la posteridad».
Hay que decir que en aquella época aún no había renunciado a sus
inveteradas adicciones, y que ese perfume de alevosa nocturnidad y mucho trajín
de gente sin alma que pierde la calma con la cocaína impregnó de un modo
inevitable aquellos temas y les otorgó esa textura hiperrealista que ha
permitido que, al cabo de tres lustros, sigan teniendo la misma faz que cuando
fueron dados a conocer. Ese anclaje a la mala vida, que quizá sea la buena, no
es ningún secreto, puesto que unos años más tarde él mismo me reconoció para el
libro En carne viva: «El proceso de
creación de 19 días y 500 noches
fueron cuatro o cinco meses escribiendo 20 horas diarias, metiéndome de todo».
Una
vez que las canciones estuvieron listas, porfió cuanto pudo para que se
pusieran a la venta como un disco doble ―se juntó con cerca de una veintena y
no se sentía capaz de hacer una criba, pues todas le gustaban muchísimo― y que
este viera la luz el día de su cumpleaños bajo el título de A mis cuarenta y diez, que es el de una
de las autorreferenciales canciones que lo integran. Pero las más altas
instancias de la discográfica, haciendo gala de su proverbial prudencia, lo
disuadieron de aquella idea alegando el nulo gancho comercial de los dobles, y
en aquel tira y afloja se les fue medio año. Total, que no hubo más remedio que
cambiar el título. Por más que Joaquín me explicara en una entrevista para Interviú que si se decidió a hacerlo fue
porque entendió que aquello habría significado «solemnizar demasiado algo que
no es más que cumplir un año». Hizo bien, qué coño. ¿Para qué demonios iba a
despotricar contra sus editores si ambas partes defendían idénticos intereses
y, a la postre, quedó satisfecho?
Como
disco, es muy probable que se trate del más homogéneo y racial que haya grabado
nunca, y el menos impostado. En ese sentido, su largo predicamento es del todo
comprensible. Joaquín no sólo escribió sus mejores letras hasta ese momento,
sino que todas las canciones eran
redondas: no les sobraba ni faltaba nada, y no había una sola de relleno. Algo
por completo extraordinario.
Los tres trabajos
de estudio que le sucedieron ―Dímelo en la calle (2002), Alivio de luto (2005)
y Vinagre y rosas (2009)― son manifiestamente inferiores, en conjunto, a 19 días y 500 noches, si bien algunos de
sus textos lograron superar aquel elevado listón lírico (estoy hablando de
«Peces de ciudad», de «La canción más hermosa del mundo», de «69 punto G» y de
«Seis tequilas», por citar unos pocos ejemplos, aunque hay más). Sin embargo,
aquel disco tenía, tiene, una alquimia especial.
No cabe duda de que esa atmósfera «aflamencadita», deudora de la rumba más salvaje (Bambino), conectó con la moda imperante ―no hay que olvidar que un mes después de la aparición del disco Estopa arrasó con su ópera prima, el homónimo y ultrarrumbero Estopa―, y que la hondura e ironía que lo vertebran, dos cualidades que no tienen por qué ser antagónicas, al contrario, resultaron un poderoso imán para todos esos hijos y padres que, a partir de entonces, se engancharon a esa droga dura que es Sabina y ya no la han dejado. A aquel Sabina, al menos; que no está muy claro que siga siendo el mismo.
No cabe duda de que esa atmósfera «aflamencadita», deudora de la rumba más salvaje (Bambino), conectó con la moda imperante ―no hay que olvidar que un mes después de la aparición del disco Estopa arrasó con su ópera prima, el homónimo y ultrarrumbero Estopa―, y que la hondura e ironía que lo vertebran, dos cualidades que no tienen por qué ser antagónicas, al contrario, resultaron un poderoso imán para todos esos hijos y padres que, a partir de entonces, se engancharon a esa droga dura que es Sabina y ya no la han dejado. A aquel Sabina, al menos; que no está muy claro que siga siendo el mismo.
Llegados
a este punto, toca preguntarse si en estas 5.475 noches el más dotado de
nuestros escritores de cantables ha pecado de autocomplacencia. Tal vez, es
posible. Pero prefiero pensar que lo que ha sucedido es que la pasión musical,
tan viva en él durante años a pesar de sus profundas raíces poéticas, ha ido
periclitando y cediéndole terreno a la literaria. Un desamor y un nuevo
enamoramiento, vaya.
Y
aunque el nervio y la inspiración no se hayan desvanecido, como corroboran al
menos una decena de sus composiciones posteriores, algunas de las cuales he
citado, y que inciden obsesivamente en la idea de que la vida es un pacto
costosísimo entre la fiebre y despertarse, algo que sin duda comparto, Joaquín
tendría que reflexionar y plantearse muy en serio qué es lo que quiere ser de
mayor. Desde fuera, las cosas se ven con una claridad que asusta, y lo que nos
dicen es que su registro natural es la canción y que esta se sustenta, siempre,
en la música, y que debe seguir cultivando ese género porque es ahí y sólo ahí donde deja de ser uno más y se
convierte en mascarón de proa. En el «mejor tiempo en Le Mans» de su grey.
Si
algún día repara en ello quizá el contador vuelva a ponerse a cero y 19 días y 500 noches, ese disco
irrepetible, no sea ya el punto de referencia sino el primero, cronológicamente
hablando, de los dos magnos trabajos de Joaquín Sabina.
Como
no podía ser de otra forma, él es quien tiene la última palabra.
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