Luis
Antonio de Villena (Madrid, 1951) es muchas cosas: poeta, novelista, ensayista,
traductor, articulista, adaptador teatral, magnífico conferenciante y un
intelectual no de salón, sino combativo; de esos que se adentran en el fango de
la actualidad aunque echen a perder con ello su impecable atuendo (el dandismo,
en él, es otra filiación). Pero, sobre todo, se siente poeta, como confiesa
orgulloso en la contracubierta de la completa y cuidada antología poética que
acaba de editar Verbum, Cuerpos, teorías,
deseos. Poemas escogidos. Esta recorre toda su obra en verso, desde su
ópera prima, el aún moderno Sublime Solarium
(1971), hasta el legado de sabiduría y nostalgia, con ecos viscontianos, que es
Proyecto para excavar una villa romana en
el páramo (2011), y nos ofrece una visión bastante certera del catálogo de
sus obsesiones (no solo literarias, también vitales).
Los
poemas de De Villena son un elogio constante de la belleza, que, al saberla tan
breve, no puede dejar de glosar ―cada segundo que pasa es un envejecer
lentamente―, pero no son solo eso. En
ese «teorías» del título, que queda emparedado de un modo inevitable entre
«cuerpos» y «deseos», palpita toda una declaración de vida. Además de la piel (joven)
y el anhelo que esta despierta, cima y aspiración infatigable, está la doliente
reflexión existencial tras el banquete de la carne. Por decirlo con uno de los
títulos de sus poemas: «Psique y Eros», o a la viceversa.
Quiere
esto decir que el hombre inquietísimo que habita en él se abre camino con
frecuencia entre el voyeur y el jactancioso
hedonista que conforman su cara más conocida, y por eso no pocos de sus versos
contienen un aliento metafísico que merece ser tenido en cuenta, así como una pertinaz
resistencia a la claudicación moral. Por más que en el fondo asuma que su causa
es la de los vencidos, ya que el uso de la inteligencia y el amor por la propia
especie ―a pesar de los muchos dardos misántropos― son la bandera de una
minoría cada vez más mínima.
Los
ejemplos de su faceta epicúrea son innúmeros, pero escojo estos versos de «Palabras
de un lector del “Fedro”» (Hymnica)
para resumirla: «[…] Mira el don fugaz, / y goza, hazlo tuyo si puedes. Desea.
/ Porque de pronto, ya sabes, se tornará ceniza».
En
cuanto al capítulo de las ideas, la hondura de su mirada se aprecia de manera
inmejorable en «Iconoclasta/Iconódulo» (La
prosa del mundo): «La vida es asimismo dura, cruel, innecesaria, áspera.
Espléndida y sanguinaria. […] Difícil llegar. Difícil marcharse».
Hay
libros que se leen sin apenas masticarlos y cuya digestión es igual de célere.
No es el caso de estas páginas nacidas para ser paladeadas como un licor
exquisito, y las cuales dejan un regusto que perdura. Quizá porque lenguaje y
pensamiento son la poderosa materia de la que están hechas; las mismas patas
robustísimas sobre las que se asienta la poesía que así merece ser llamada.
Y
es que conviene no olvidarlo: cuerpos y deseos, sí, pero también teorías. El
depredador y el filósofo aceptándose mutuamente y manifestándose cada cual a su
momento. El camino ―que ya va siendo largo y siempre se quiso intenso― de un vividor
que se cuestiona el tictac del mundo mientras ama, o después de hacerlo: «Nada
hay, sólo el presente existe», sentencia en «Epitafio». Degústenlo.
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