Se
acaba de editar en España el libro Yo soy
Espartaco (rodar una película, acabar con las listas negras), en el que Kirk
Douglas (97 años) narra su lucha contra la «caza de brujas» diseñada por el
senador republicano Joseph McCarthy en los primeros años cincuenta del pasado
siglo, y que llevó a que intelectuales, directores de cine y actores fueran exhaustivamente
investigados, y algunos de ellos encausados (y demonizados), por su supuesta
simpatía por el comunismo.
El
tema de esta entrada no es aquel execrable episodio de acoso civil, una mancha en
la historia estadounidense reciente, sino la figura, la estampa, el símbolo que
es ―y, sobre todo, fue― Kirk Douglas, uno de esos actores enteros que conforman
una estirpe única.
En
el prólogo de ese libro, firmado por George Clooney, otro grande, y titulado
«La pasta de la que estamos hechos», se dice que la pasta de la que está hecho
el protagonista de Cautivos del mal, Senderos de gloria y Espartaco es «una materia absolutamente sólida». Y es cierto. Si
en sus películas ya se apreciaba esa rocosidad externa y ese carácter poderoso,
ahora, gracias a ese confesional libro, sabemos también que sus principios
eran, y es seguro que siguen siéndolo, igualmente férreos.
Douglas
es una de las pocas estrellas del Hollywood dorado que, contra toda lógica, continúa
en pie, y una de esas escogidas personalidades que contribuyeron a que el cine,
aun en blanco y negro, le diera un color distinto a nuestra existencia.
Sucede
que al ver las imágenes del Kirk Douglas actual es inevitable sentir nostalgia
del que fue. Y eso pasa, incluso, con otros de sus colegas más jóvenes, que ya
no son, no, los mismos.
Estoy
hablando de Robert Redford, de Meryl Streep, de Dustin Hoffman, de Jane Fonda, de
Warren Beatty, de Nick Nolte y de tantos otros. Ya no es solo el deterioro
físico, la distancia crudelísima que el tiempo ha establecido con quienes
fueron, tan dolorosa de ver y digerir por quienes caímos atrapados en sus redes,
sino la evaporación palmaria del talento. Pues fue en su juventud y en su espléndida
madurez cuando (nos) dieron lo mejor de sí mismos.
Afanados
en nuestro propio batallar, los simples mortales no reparamos ya en el
crepúsculo de los dioses. Pero conviene no olvidarlos: gracias a ellos, a su
magisterio y magnetismo, muchos decidimos renunciar a la seguridad de un sueldo
fijo y lanzarnos a cuerpo a las aguas de la creación, tan agitadas e iracundas
hoy día.
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