miércoles, 27 de junio de 2018

Un tal Fito de Hamelín

Fito Cabrales en el tajo.


Con un concierto eminentemente guitarrero (y saxofonero), con derroche de artistas invitados, Fito y sus magníficos Fitipaldis les alegraron la noche a las cerca de 15.000 personas que acudieron al WiZink Center

Lo que Fito Cabrales hace sobre un escenario no es tocar (y eso que tocar, joder, toca mucho) ni interpretar sus canciones (por más que estas tengan una huella digital inequívoca). No. Si se trata de escribir con propiedad, lo que Fito hace en escena con sus instrumentos (guitarra y voz) es arrastrar a la gente, llevársela al huerto de la dicha, hipnotizarla. Desde el primer segundo del concierto de anoche en el WiZink Center, cuando apenas habían transcurrido cinco minutos de la hora fijada, hasta su conclusión, dos horas y media después, Fito tiró del público igual que un niño ensimismado y felicísimo tira de su cometa. Y aquel se dejó llevar por ese falso niño sin oponer la más débil resistencia y disfrutó del vuelo como un niño más.

Tras la del pasado 2 de junio, la de anoche en Madrid fue la segunda parada de las tres previstas en la capital dentro de la gira 20 años, 20 ciudades, que arrancó en marzo en Santander y que finalizará esta noche. Una gira que conmemora las dos décadas de existencia de Fito & Fitipaldis, y cuyo repertorio es una deliciosa selección de las canciones incluidas en el recopilatorio Fitografía, comercializado tanto en un doble cedé como en una lujosa caja.

Fito salió solateras al escenario (gorra, gafas de montura metálica y lentes oscuras, perilla y una camiseta negra que resaltaba aún más su estampa de alambre) y disparó sobre la multitud «Siempre estoy soñando», que se ganó un saludo voraz. A partir de ahí, los clásicos empezaron a caer uno detrás de otro como ráfagas de puro rock: «Un buen castigo», «Por la boca vive el pez», «Me equivocaría otra vez», «Quiero beber hasta perder el control» (Los Secretos), «Lo que sobra de mí», «Donde todo empieza», «Todo a cien» y «Garabatos». Así, del tirón. Sin tregua.

Ese fue el primer tramo del concierto. En el segundo, los artistas invitados se sucedieron en cadena. El protagonista de la velada tocó «Yo no soy Bob Diddley» y «Me tienes frito» con Muchachito, alias de Jairo Perera, que ha sido además el encargado de abrir todos los conciertos de esta gira, y que con su actuación le puso a la noche temperatura racial.

Dani Martín cantó con Fito, solos los dos en el escenario, «Las nubes de tu pelo», y al despedirse, el madrileño señaló al público y dijo: «En el 96 yo estuve ahí, en el concierto de Extremoduro y Platero. Soy un afortunado», lo que provocó una ovación sísmica.

El grupo Fetén Fetén le tomó el testigo a Dani para tocar «Me quedo aquí», que sonó bella y decadente, y «Whisky barato», en la que Diego Galaz se marcó un solo de violín que si pudiera convertirse en fragancia costaría un millón de dólares.

Por último, los integrantes de Amaral, Eva y Juan, interpretaron con Cabrales «Entre la espada y la pared», que fue otro de los momentos de alta emoción de los muchos que se vivieron en la penúltima parada de este tour.

Las potentes «Tarde o temprano», «La casa por el tejado» y «Antes de que cuente diez» sirvieron para que Fito, a punto de cumplirse las dos horas de feliz comunión, anunciara un adiós que ninguno de los presentes se tragó.

Porque ¿qué habría sido de ese concierto sin unos buenos bises? El primero fue «Rojitas las orejas», que fue interpretada por Fito solo, con una guitarra acústica, en una bellísima versión. A esta le siguieron «Soldadito marinero», que logró que las gargantas de los asistentes se volvieran una sola para corear: «Después de un invierno malo, una mala primavera, / dime por qué estás buscando / una lágrima en la arena», y «Entre dos mares», de Platero y Tú, que sonó poderosa y fue acogida con calor. Y como botón de cierre explotó «Acabo de llegar», al cabo de la cual Fito hizo subir de nuevo al escenario a todos los artistas invitados, quienes se despidieron del público de Madrid mientras se comían a besos entre ellos.

De ningún modo puedo cerrar esta crónica sin destacar el extraordinario papel de los músicos, los cuales, lejos de limitarse a acompañar al jefe, fueron una parte crucial del espectáculo. Hablo del batería, oriundo de Chicago, Danny Griffin; del bajista Alejandro Climent y, sobre todo, del saxofonista Javier Alzola y del guitarrista Carlos Raya, monumentales ambos. Los dos últimos se permitieron emular, en algún momento de puro vacile instrumental, los piques inolvidables entre Ritchie Blackmore y Jon Lord. Y hubo otras estampas mágicas, como aquellas en las que los músicos, situados en torno al batería, conformaron un solo cuerpo de potencia y precisión.

Fito Cabrales, dirán algunos, no ha inventado la pólvora. Pero ni falta que le hace porque su munición es infalible. Lo suyo es alegrar los corazones, y eso lo consigue sin apenas proponérselo, con la punta de su Fender. Puesto que si la calidad de un concierto hubiera de medirse en función de la felicidad que los concertistas son capaces de inocular en los asistentes, que tal vez sea esa la única vara de medir ecuánime, el de Fito & Fitipaldis, anoche, fue de diez.

Y esta noche más. Una vez más. Y con esa ya irán veinte. Tantas como años lleva Fito a lomos de un sueño que en muy pocas ocasiones se cumple. 

 

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