Joaquín Sabina retratado por el fotógrafo Javier Salas. |
Se cancela el resto
de la gira ‘Lo niego todo’ debido a una «disfonía aguda» que le exige al
cantautor un reposo de 30 días, lo que confirma que el concierto que
interrumpió en Madrid fue el abismo insalvable entre querer y poder
Después
de la inopinada finalización del concierto de Sabina, el pasado sábado 16 de
junio en Madrid, a la hora y media de su inicio, las redes (in)sociales,
plagadas de justicieros de gatillo facilísimo, no tardaron en practicar uno de
nuestros más infames deportes: trocear el árbol caído. Cientos de killers parapetados bajo viles
seudónimos, le brearon de lo lindo. Y ahora resulta que Joaquín, el pobre,
tenía razón.
Tras
someterse a una revisión médica, en la que se le ha diagnosticado una «disfonía
aguda consecuencia de un proceso vírico» y le han prescrito un reposo de 30
días, se han cancelado los cuatro conciertos que restaban para rematar una gira
infinita que le ha dejado hecho unos zorros. Ese parte médico constata que, en
efecto, estaba malito; que lo de la otra noche no era cuento ni, de nuevo, una
sobredosis de pánico escénico.
Como
cualquier deportista de élite que se lesiona en pleno partido (y esto ya lo
señalé en la crónica del concierto que escribí para este diario: pinchar aquí), no le quedó
otra que abandonar el terreno de juego. Con la diferencia de que al deportista
no se le ajusticia y a él casi le envían una brigada al amanecer. La voz, esa
voz, que ya desde el comienzo del concierto nos anunció que tenía el motor
quemado, terminó haciéndose trizas en la canción número 12, «Y sin embargo», y
eso le obligó a salir zumbando del escenario sin decir esta boca es mía (con lo
que le gusta a él esa frase, carajo).
Que
se sepa: Sabina deseaba hacer una buena actuación en Madrid. Quien discuta eso,
niega un principio fundamental de todo músico o cantante. La cosa es que, a
veces, entre querer y poder se abre un abismo insalvable. Una extensión de
miles de millones de kilómetros que no hay forma de superar por mucho que se
intente. Y él, pese a lo que sostienen los enemigos de la belleza que destilan
sus canciones, lo intentó.
Estaba
en Madrid, su casa, y habían acudido a verle, aparte de los más de 15.000
sabinistas que apoquinaron religiosamente su entrada, sus dos hijas y sus
suegros, y a los cuatro les dedicó la misma canción. Así las cosas, ¿alguien
puede dudar que pusiera toda su fuerza en el escenario para poder llevar el
concierto hasta su natural conclusión cuando tenía delante a las personas a las
que más les debe (su público) y a las que más quiere (su familia)? Es obvio que
lo intentó, sí. Fue, aunque a la inversa, como el niño que en la función
escolar anhela ardientemente fascinar a sus padres. Pero la voz le plantó ante
el altar y le partió el corazón, y con él, a quienes querían disfrutar de su
música durante, al menos, una hora más. Querer y poder, en fin. A veces, ya
digo, dos polos opuestos e irreconciliables.
A
finales de los ochenta o principios de los noventa, en ese mismo recinto
(cuando se llamaba Palacio de los Deportes: nunca debió haberse cambiado ese
nombre), asistí a un concierto de Dylan. Al cabo de poco más de una raquítica
hora de actuación, decidió largarse. ¿Se encontraba mal, había tenido algún
revés de salud? En absoluto. Pero entendió que esa aldea africana que era
Madrid no se merecía un segundo más de su majestuosa presencia. Es decir, que
pudo haber estado más tiempo sobre el escenario pero no le dio la gana. La
gente, eso sí, no se cansó de llamarle hijo de Dylan.
Hará
unos cinco años, quizá seis, fui a ver a Jack White a La Riviera. El concierto
fue delicioso. Sin embargo, cuando el genio de Detroit cumplió una hora y media
sobre el escenario, dijo “hasta luego, Lucas”, y nos dejó el corazón en los
huesos. White tuvo en su mano regalarnos un poco más de su tiempo, de su
talento, pero, al igual que su maestro Dylan veintipocos años atrás, decidió
salir por patas como si en la suite del hotel le estuvieran esperando los
ángeles de Victoria’s Secret para un concierto privado. Y, en apariencia,
estaba fresco como una rosa recién cortada. Muchos asistentes, lo recuerdo
bien, se acordaron de la madre de Jack con ibérica vehemencia.
A
Sabina le he visto en vivo sobre un escenario un billón de veces, y en dos
continentes, y en ocasiones sus conciertos han durado tres horas. Muchas veces,
dos y media. Sucede que cuando no se puede, pues no se puede. Y es que, además,
es imposible.
Dicho
todo esto, a Sabina sí que le faltó, quizá, un gesto que habría aliviado en
parte el corte de rollo que experimentaron sus fans y con el que se habría
ahorrado, de paso, algunos latigazos virtuales: dar la cara en vez de
despedirse a la francesa. Es decir, acercarse al acantilado del escenario,
mirar el océano de rostros, señalarse con una mano el cuello y con la otra
decir que no, que no podía, maldita sea. Hacer por último una señal de adiós y
salir escopetado hacia los salvadores camerinos, donde una Venus latina le aguardaba
para darle la extremaunción.
De
haberse producido ese gesto, tal vez esas miles de personas, entre las que
quien esto firma se encontraba, pese a la contrariedad y la rabia, al putadón
que suponía recibir la mitad en vez del todo, habrían asimilado mejor el
gatillazo.
Pero
Sabina, en cualquier caso, tenía razón. Sabedlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario