Tiene
Madrid sus símbolos ―parafraseando
al maestro Gimferrer― como el mar su mecánica. La Cibeles. Neptuno.
La Puerta de Alcalá. El Oso y el Madroño. El Museo del Prado. La Gran Vía. El
Retiro. La M-30. Los Secretos.
Desde
que en el lejano 1980 los hermanos Urquijo decidieron compartir con el resto
del mundo ese caudal de tristeza que bullía en su interior (aunque el embrión,
Tos, surgió dos años antes), Madrid ha asistido, y no precisamente muda, al
crecimiento y la consagración de un grupo que ha hecho de la melancolía y la fatalidad
su adictivo estandarte.
Miembros
por derecho de la Movida, aunque alejados estética y temáticamente de ella
(nunca fueron una banda de disipación, sino de introspección), Los Secretos han
creado una geografía musical tan distinguible y propia como de cada uno de los
madrileños que la han paladeado y entonado durante cuatro largas (o cortas,
según se mire) décadas. Que la han hecho, ya digo, del todo suya, como uno de
esos tatuajes que recuerdan obstinadamente a un amor.
Anoche,
Los Secretos y Madrid volvieron a abrazarse con fuerza, a acoplarse, a rodar
por el césped de la noche como si acabaran de salir de un largo período de
abstinencia. Y lo hicieron durante dos horas y cuarenta minutos, en las que
cupieron más de una treintena de canciones. Fue en un WiZink Center tomado por
unas diez mil personas de diversas edades, aunque con predominio de jóvenes al
borde de los sesenta.
Sobre
un escenario democrático a más no poder, situado en el corazón mismo del
recinto, y con ocho pantallazas que aumentaron hasta el más venial detalle, el
quinteto, que no paró de moverse para poder encarar a los asistentes de los
cuatro puntos cardinales, hizo un repaso por toda su discografía. Y sonaron
tantos clásicos que, por momentos, aquello devino en un karaoke multitudinario:
«Volver a ser un niño», «Y no amanece», «No me imagino», «Hoy la vi», «Ojos de
gata», «Quiero beber hasta perder el control», «Buscando», «Por el bulevar de
los sueños rotos», «Gracias por elegirme», «Ojos de perdida», «Sobre un vidrio
mojado», «Déjame», «Pero a tu lado», «Agárrate a mí, María»…
Álvaro
Urquijo, al frente del grupo desde hace dos décadas, no parece acusar, al igual
que las canciones que se saca de encima como lágrimas incómodas, el paso del
tiempo. Junto a él, unos solventes Ramón Arroyo (guitarra); Jesús Redondo
(teclados); Juanjo Ramos (bajo) y Santi Fernández (batería).
Pero
no estuvieron solos, ya que contaron con tres invitados exquisitos. El
saxofonista estadounidense Lou Marini, ex-The Blues Brothers, le puso alma (más aún) a «Buena chica»;
el músico canadienses Ron Sexsmith cantó en su lengua, mientras Álvaro lo hacía
en la nuestra, «Ponte en la fila», y el cantautor estadounidense de origen alemán
Jackson Browne participó en «Algo prestado» y «Como un corazón».
El
momento más sorprendente de la noche se produjo cuando Sexsmith interpretó con
Álvaro «Eres tú», escrita por Juan Carlos Calderón y popularizada por
Mocedades, que el público acogió con el corazón y la garganta abiertos de par
en par. No menos sorprendente fue cuando Álvaro se ocupó de «Échame a mí la
culpa», de Albert Hammond (aquella de «y allá, en el otro mundo, / en vez de
infierno encuentres gloria, / y que una nube de tu memoria me borre a mí»).
Y
el episodio más emocionante llegó con «Aunque tú no lo sepas», que sirvió de
homenaje a Enrique Urquijo, al que el mago Jorge Blass, en un momento de lo más
surrealista, nos lo devolvió en forma de naipes. Enrique se apagó por siempre a
la orilla de un siglo y de un milenio. Pero anoche quedó claro que sus canciones,
su tristura contagiosa e inexplicablemente generadora de dicha, pervive en
nuestras colecciones de discos y en nuestra memoria sentimental.
El
concierto culminó con Los Secretos, Browne, Marini y Sexsmith atacando, juntos
y revueltos, el «Stay» de Maurice Williams que Browne grabó en los setenta con
gran éxito, y que anoche sonó tan actual como si acabara de ser horneada. Y el
público lo celebró todo. Incluso los fallos técnicos y de afinación hacia el
final del concierto, los cuales llegaron a cabrear a alguno de los músicos.
La
biografía de Los Secretos, que nadie lo dude, es la de todos nosotros: rubios,
morenos, altos, bajos, guapos, menos guapos, tímidos, extrovertidos, recién
enamorados o con el corazón hecho trizas. Y esa biografía está tan ligada a
Madrid que los cicerones, en sus visitas guiadas, deberían incluir sus
canciones como música de fondo y explicarles a los turistas que sin ellos, sin
su desolación congénita, esta ciudad estaría tan huérfana como cualquiera de
los protagonistas de las historias que cantan. Unas historias, a ritmo de
pop/rock, que son como un coche que avanza a toda velocidad y no se detiene
jamás, ni siquiera cuando la carretera llega a su fin. Y sin embargo, siempre
volvemos a ellas.
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