«La izquierda es la que hace música, es creativa. La izquierda es inteligente. Luego, la derecha es la que ejecuta». Esta declaración de Paco de Lucía en respuesta a la nada inocente pregunta del periodista Jesús Quintero de qué es más importante a la hora de tocar la guitarra, la derecha o la izquierda, y que le valió una tremenda paliza por un grupo de ultraderechistas en plena Gran Vía madrileña ―corría el año 1976―, es uno de los impagables momentos que pueden paladearse en el documental Paco de Lucía. La búsqueda, dirigido por su hijo Curro Sánchez Varela a partir de un guión escrito a medias con su hermana Casilda.
A
lo largo de cuatro años, sabedor de la importancia que esas palabras tendrían para
las generaciones venideras en general y para los amantes del mejor flamenco en
particular, el director en ciernes le estuvo arrancando a su padre suculentos trozos de su pasado; episodios de placer y dolor que este llevaba cosidos a la
cabeza y el corazón con el hilo de una memoria y un sentimiento prodigiosos. La aventura concluyó de forma abrupta, a falta de una última tanda
de entrevistas, pues la muerte se presentó sin previo aviso, la muy
hija de perra, y puso el punto final a una existencia consagrada a la vana pero
necesaria búsqueda de la perfección en el arte.
Documental
sobrio, ortodoxo, formalmente impecable, alterna reflexiones del protagonista y
anécdotas de grandes figuras de la música que lo amaron casi tanto como
admiraron ―su hermano Pepe, Alejandro Sanz, John McLaughlin, Chick Corea, Jorge
Pardo, Carles Benavent, Rubén Blades, Carlos Santana…― con imágenes de archivo
que dibujan con precisión la cronología profesional del mayor revolucionario de
la guitarra flamenca de todos los tiempos, y su más celebrado embajador.
No
es esta película, avisados quedan, una inmersión a pulmón libre en la historia
familiar e íntima del músico. La búsqueda
es, nada más y nada menos, lo que debía ser: un homenaje, hecho desde el amor y
la más alta estimación pero con inobjetable rigor, a un talento colosal, extraordinario,
y refleja muy bien ―dentro de las limitaciones que todo documento visual posee,
pues tiene que acatar unos estándares de metraje― la personalidad perfeccionista
de De Lucía, su unicidad como científico de la guitarra, y eso sólo podía hacerse
desde una perspectiva estrictamente artística.
Las
únicas pinceladas de su intimidad son las que retrotraen a su infancia, y sin
las cuales sería imposible explicar su evolución. Comentarios sobre su padre (el
guitarrista buscavidas de fuerte carácter que lo introdujo en el oficio), su
madre (Lucía, de donde le viene el «apellido» para la leyenda), sus hermanos,
también artistas, y los duros años de iniciación. «Yo tenía el aprendizaje
dentro, antes de coger el instrumento, y eso es fundamental», afirma, evocador,
en un momento de la grabación. De lo cual se desprende que, aparte de lo mucho que
trabajó para llegar a ser el más dotado de su estirpe ―los flamencos son como
una gran familia―, el buen guitarrista nace.
Son
muchos los que piensan que De Lucía habitó desde su misma génesis en las
alturas, que su modo de entender la guitarra flamenca nunca fue puesto en
entredicho y gozó de consenso, cuando nada más lejos de la realidad. El
guitarrista, de hecho, padeció lo que no está escrito. No sufrió por la acogida
del público, porque jamás tocó para que este lo aceptara ni para ser rico ni
para hacerse famoso. Sufrió porque venía de una tradición muy arraigada, de una
época en la que todo era inamovible, por cojones, de un territorio gobernado por una
fuerza tiránica llamada «la pureza». Él tuvo la valentía de rebelarse contra
eso, de transgredir los cánones en pos de nuevos sonidos y cauces que lo
llevaran a otros mundos. Pues enseguida entendió que el río se le quedaba pequeño y
quiso conocer el mar, y más tarde el océano inabarcable en el que navegó como
nadie la mayor parte de su vida profesional.
Esa
hambre de conocimiento e innovación le granjeó el rechazo de gente de su
entorno y le provocó un miedo que vivió largo tiempo con él como una molesta
úlcera. Hasta que un día ese miedo se convirtió en un revulsivo; en una suerte
de motor que le hizo reflexionar, y entonces se dijo que no podía seguir
pasándolo tan mal: «Al que le guste, bien; y al que no, que se vaya al carajo».
Así, tras esa liberación, fue como descubrió que en realidad siempre tocó para
sí mismo, un hallazgo decisivo.
Llegado
un momento, sus más vehementes detractores acabaron concediéndole los laureles
que durante años le negaron. Ya que cuando la calle y la crítica extranjera te
encumbran de forma clamorosa, como fue el caso, los críticos autóctonos optan
por guardar sus objeciones y pasan por el aro. También ocurrió con sus mayores,
con las vacas sagradas, como el maestro de la guitarra clásica Andrés Segovia, quien
llegó a decir que De Lucía no era ni flamenco ni músico, que tan sólo tenía
unos «dedos listos», y terminó claudicando ante la incontestable magia de su
toque.
La búsqueda nos muestra a un
superdotado que no creía en la genialidad ―con la sola excepción de Camarón, a
quien siempre consideró un genio absoluto― y sí en el talento acompañado de
trabajo diario y de un permanente cuestionamiento de la propia valía. Porque
dudaba sin desmayo; se analizaba a fondo como artista y era inclemente consigo
mismo, y ese nivel de exigencia fue lo que le hizo crecer.
Y
esa es, justamente, la virtud más destacada del documental: no haber caído en
la tentación de retratar a uno de los grandes mitos artísticos de la segunda
mitad del siglo XX como a una deidad, que habría sido lo fácil y hasta lo
previsible ―más aún siendo su hijo quien llevaba las riendas―, sino como a un
hombre de enorme talento que, a base de estudio, estudio y más estudio, logró
llevar a lo más alto una profesión que era considerada marginal.
Tuve
el privilegio de entrevistar en profundidad a Paco de Lucía en dos ocasiones,
de hablar con él de los asuntos capitales de su carrera, y puedo asegurar que
era alguien que relataba aspectos inauditos de su andadura vital de manera
desapasionada, quitándose toda importancia y superioridad, con una humildad sin
el menor rastro de pose. Una humildad que, siempre se ha dicho, es patrimonio exclusivo
de los sabios. Y pese a su flagrante timidez ―«La guitarra ha sacado mi
personalidad, sin ella sería introvertido», declaró en los fructíferos, para
él, años setenta―, una vez que entraba en materia resultaba igual de ilustrativo
que un libro abierto.
Respecto
a su ideología política, y retornamos así al inicio de esta entrada, De Lucía explica
en el documental el porqué de aquella afirmación sobre la supremacía de la mano
izquierda que tan cara le salió: «En aquella época ―durante el franquismo y en
los años inmediatamente posteriores― era obligado, si tenías un poquito de
conciencia y sentido de justicia, estar en contra de aquello». No obstante,
reconocía a su vez que en cuanto abandonó la pobreza jamás volvió a postular sus
ideas políticas. Un ejercicio de coherencia que ya quisiera para sí el noventa
por ciento de nuestra clase artística: «Yo fui de izquierdas hasta que gané los
dos primeros millones de pesetas. A partir de que gané dos millones de pesetas
y los guardé en el banco y no hice ni una escuela ni lo di para los niños de
África ni hice nada por los demás, ya nunca más dije públicamente que era de
izquierdas».
Observar
a alguien ―un carpintero, un artesano, un constructor de guitarras o de vasijas
de barro― hacer bien su trabajo, con mimo, con eficacia, ajeno a la epidemia de
negligencia que nos rodea, es una de las experiencias más gratas que existen. Y
si encima ese alguien es un artista mayúsculo, el placer se intensifica.
Eso
es lo que ocurre en La búsqueda al
ver al músico oriundo de Algeciras tocar con ese sentimiento
contenido que siempre lo acompañó, concentradísimo, batiéndose en duelo, a lo
largo de la carrera de obstáculos que es todo concierto, con el
temor a equivocarse. Y qué droga sin parangón el embriagarse de semejante poderío,
maestría, dominio del instrumento. Genialidad, en suma. Qué espectáculo
contemplar al cazador de belleza manteniendo esa batalla interior mientras la piel
se pone de gallina y te invade una emoción que si no es la misma felicidad
se le parece bastante.
Paco
de Lucía, dicen, ha muerto. Sin embargo, lo ves en La búsqueda, agarrado a la tabla de salvación que era su guitarra,
náufrago sólo de sí mismo, y te dices que de ninguna de las maneras. Que ahí
sigue, brillante, doliente, vivísimo. Volando sin moverse del sitio y haciéndonos
volar con él. Por más que siempre mantuviera ―ay, ese tímido incurable― una prudencial distancia con el resto. Más propia
de un lord que de un caballero andaluz cuyo arte es universal y definitivamente
eterno.
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