Todo
buen poeta, aun sin pretenderlo, deja entrever en aquello que escribe el
temblor que origina sus versos y el peso de su biografía. También, los libros
leídos hasta la extenuación. Esto es algo que se cumple al milímetro en este poemario,
el sexto, de Ángel Antonio Herrera, quien debutó en 1987, jovencísimo, con el
alucinado El demonio de la analogía, y
que desde entonces no ha hecho otra cosa que poesía en distintos géneros,
incluido el periodístico.
«He
venido a fundar una métrica del tigre, un cuaderno de añadidura cuya lira arañe
en lo ahondado, un parlamento de mágicas lámparas donde pueda verse que hay en
el tambor del alma un daño dormido». Y: «La oscuridad la conozco por dentro,
cuando el daño decide sus manadas y el miedo se gusta como un palacio
desierto». Ahí están expresadas, inequívocamente, esas condiciones; los sólidos
pilares de una existencia entregada a la metáfora como a un sacerdocio y
atravesada por la pérdida, que es algo que no sólo sucede cuando nos es arrancada una vida amada sino a cada instante.
La
pérdida, desde luego. En cada verso de El piano del pirómano, en cada palabra, incluso, hay un tumulto sordo
y sin embargo ensordecedor de ausencias, de personas capitales, amadísimas, hombres
y mujeres, que ya tan sólo perviven en la sufriente memoria. Y quizá sea esa la
única razón por la que vale la pena seguir soportando el embate de los días
(«qué último carbón se emociona si pulso la pureza de la mácula de aquel
septiembre cuando se acabó una madre que fue la mía», o bien: «Un día mejor,
amé en el sur, tuve padre, dije paraíso»).
Tejer
la vida con la muerte ―con el recuerdo de los que se fueron― es el cometido
ineludible del escritor, su obligación y su condena, y todavía más del poeta,
quien se convierte así en un despiadado cronista de la desgracia y sus
afluentes.
Basta
con leer «arrastro un solfeo de tristes fórmulas» para advertir que aquel que escribe
está siempre solo, aun en el corazón de la fiesta, y que ni una sola de las
acciones de su vida sucede de manera mecánica: coger un vaso, cerrar una
ventana, cortar queso, ver cómo un plato cae al suelo y explota en mil pedazos.
Todos esos actos cotidianos, ordinarios, se desarrollan de un modo consciente,
vívido. Y eso se eleva a categoría, claro, en su escritura, musculada de esa
«remota sensación de tempestades» de la que hablaba Aleixandre y en la que el
poeta ejerce de implacable sicario de sí mismo. Pues en este libro hasta la luna
llamea.
La
poesía del lenguaje, la del riesgo y el exceso, pura abstracción, la única que
siendo rigurosos merece ser llamada poesía, tiene en ÁAH a uno de sus más
destacados representantes, aunque muchos parezcan no haberse dado cuenta aún. Allá
ellos. Herrera es capaz de crear imágenes deslumbrantes con la facilidad con la
que otros compran pan o piden una cerveza, de forma natural, sin esfuerzo
aparente. Solo que al leerle nos viene a la cabeza ese insensato funámbulo que,
vendados los ojos, camina por un cable a cincuenta metros del suelo.
Esto
viene siendo así desde la aparición de su ya citada ópera prima, que anticipaba
un poeta distinto, con una obstinada inclinación a las alhajas métricas de
los clásicos, pero en sus últimos títulos se ha afilado hasta convertirse en un hecho impugnable.
El piano del pirómano se me antoja el
reverso natural de Donde las diablas bailan boleros (2004), una de sus obras anteriores, la cual, pese a tener idénticas trazas formales, fue alumbrada como una
celebración de la sangre quemante. El
piano…, en cambio, sigue la estela de acedía y desprendimiento de su predecesora, Los motivos del salvaje (2012), pues es una
constelación de pesares, un álbum del más puro desasosiego, un grandes éxitos
de la desdicha atesorada con afanes de avaro.
Si
algún reproche puede hacérsele a este largo poema, a esta canción para ser
cantada en la más estricta soledad y sin otro coro que el silencio, es su
intensidad, su ausencia total de anticlímax, su paroxismo sin freno. No hay en ese desbocado viaje interior, en ese fiero paisaje que es «la academia de adioses en los sueños donde no hay nadie», un solo apeadero en el que sentarse a
tomar aliento. Pero eso es algo que su autor buscaba, ya que estas páginas,
además de un testamento intelectual y una fotografía crudelísima de otros
esplendores, son por encima de todo una ofrenda al lenguaje, auténtica patria y
razón de vida para Herrera.
Nombrarle
a Ángel Antonio a Baudelaire, Valéry, Rilke, Lorca, Neruda, Caballero Bonald,
Gimferrer, Mestre es señalarle la geografía tantas veces transitada. Una
geografía más real, para él, que la de la existencia diaria, asfixiada de prosaísmo
y carente de la menor épica y emoción.
Hay
un mundo ahí fuera poblado por el ruido y las risas y los brindis constantes en
honor a la nada, y luego está el palacio hiriente de ese hombre asediado por
sus propias fieras que únicamente cree «en el futuro de la antigüedad del
hombre solo».
La
poesía es un deneí imposible de falsificar, y los versos son los datos
fidedignos e intransferibles que el poeta arrastra como arrastra el fantasma su
bola de hierro. Unos datos que lo identifican, sin margen de error, allá donde
va, y que son su himno y su bandera.
«Voy
a creer que aún le queda cancionero a mi errancia», afirma, o más bien anhela, en
uno de los pocos momentos en los que la esperanza asoma.
Piensen
un piano en llamas y, junto a él, un hombre que ausculta el mar como si en la
hondura de su inmensidad avistara el edificio desmantelado de su propia vida.
Eso
es este libro.
C. Bonald: " Un poema, una única poesía te concede la salvación". (Declaración de una entrevista).
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