Hay
en la manera de narrar de Antonio Muñoz Molina una clara voluntad de abolir el
tiempo. Un deseo perentorio de alargar el instante que es y casi a la vez se
va, de congelarlo, de arrebatárselo de las manos ―de las garras― a ese despiadado
caminante que nunca se cansa. Nuestro juez. Nuestro verdugo.
Esa
dilatación del momento exacto en el que suceden las cosas, que en la vida de no
ficción es tan quimérica e irrealizable como volar sin la ayuda de máquinas o
hacerse invisible, es en cambio posible en el reino de la literatura, en donde
sólo quien escribe ostenta el cetro de mando e impone su ley.
La
literatura de AMM es una literatura hecha por un degustador nato que quiere
hacernos partícipes de esa filosofía de vida. No aquel que le da un sorbo a su
copa de vino y enseguida lo traga, sino el que lo retiene en la cárcel de la
boca y lo paladea al máximo antes de convertirlo en una parte más de sí.
Su
nueva novela, Como la sombra que se va (Seix
Barral), está basada en hechos reales, tanto propios, extraídos de su biografía,
aquí más desnuda y expuesta que nunca, como ajenos: el asesinato del pastor de
la iglesia baptista y activista de los derechos civiles Martin Luther King, uno
de esos sucesos que forman parte, al igual que el de otros magnicidios del
siglo XX ―John F. Kennedy, Allende, Lennon―, del imaginario colectivo. Aun así,
los materiales con los que ha sido levantada son los de siempre: el lamento por
la fugacidad de cada instante de la existencia, la dura convivencia con la
culpa, o con una forma sui géneris de esta, y la resistencia, a la postre vana,
a que en el territorio del que él, el autor, es el supremo monarca, el tiempo
termine saliéndose con la suya y arrasándolo todo.
Tras
herir de muerte de un solo disparo de su rifle a Luther King la tarde del 4 de
abril de 1968 en Memphis (Tennessee), James Earl Ray, el coprotagonista de esta
historia ―el otro, ya digo, es el propio escritor en dos tiempos: antes de
conocer el éxito y cuando ya es un nombre consagrado que regresa años después al
lugar al que le debe ese éxito―, emprendió una desesperada huida que embarrancó
al cabo de dos meses en el aeropuerto de Heathrow, en Londres, donde fue
capturado. El hecho de que sepamos de antemano que su escapada será en balde y darán
finalmente con él no le resta un gramo de interés al relato, que deviene
fascinante por la propia naturaleza del personaje, cuya vida, analizada desde
la óptica del autor, que realizó un pormenorizado estudio de toda la ingente
documentación, escrita y visual, que encontró sobre el caso, incluidos los archivos
desclasificados por el FBI, es tan apasionante como sórdida.
Muñoz
Molina recrea los delirantes dos meses de forajido de Earl Ray, haciendo
especial hincapié en su estancia lisboeta de diez días (su paso por la capital
portuguesa fue, de hecho, lo que le animó a escribir sobre él), y el retrato que
realiza, su inmersión en la conciencia del homicida, es de una minuciosidad
inquietante. El retratado no era un hombre corriente, pero gracias a la maestría
de la prosa y a los datos que esta arroja se convierte en un ser tan digno de
rechazo como de conmiseración. Al fin y al cabo, aquel sujeto no fue un
monstruo que surgió por generación espontánea sino el lamentable resultado de
un entorno familiar degradado e inmundo y de un país implacablemente racista y con enormes desigualdades sociales.
Martin Luther King durante su célebre discurso en Washington D. C., el 28 de agosto de 1963. |
Los
dos (falsos) personajes de ficción recalan en Lisboa, con una diferencia de casi dos décadas, huyendo de algo ―dos sombras que se van― y buscando algo. El
primero ha matado a un hombre ―no cualquier
hombre, sino un líder de masas, una de esas personas capaces de cambiar el
curso de la historia― y trata de conseguir un visado que le permita viajar a
África y zafarse así de sus perseguidores para siempre, y el segundo acude allí
en pos de los escenarios y las impresiones in situ que le ayuden a rematar una
novela en la que esa ciudad es una de sus protagonistas ya desde el mismo
título. Ambos pasaron por los mismos lugares llevados por el frenesí de sus
respectivos demonios y anhelos. El viaje del americano resultó un fracaso, una
agónica dilación de lo que estaba condenado a suceder, mientras que el del
español supuso el inicio de la consecución de una meta alcanzada por la propia
valía, por supuesto, pero también por una fortuita cadena ―como todo triunfo―
de hechos favorables.
Estados
Unidos es otro de los puntos geográficos en los que se desarrolla la acción y
un lugar igualmente relevante en la vida del autor, pues allí reside una buena
parte del año, allí ha escrito algunos de sus libros, o parte de ellos, y allí
ha ejercido puestos de responsabilidad, como la dirección del Instituto
Cervantes de Nueva York. Pero muy distinta de Nueva York es Memphis, la ciudad
hasta la cual se desplazó para ver con sus propios ojos el lugar del crimen. Lo
mismo que hizo cuando más de un cuarto de siglo atrás viajó a Lisboa para
empaparse del ambiente, del olor, de los colores con los que dotaría de vida
algunos de los pasajes de la novela que se traía entre manos.
La parte dedicada a la huida y posterior
captura del fugitivo es un tratado magistral sobre cómo funciona la mente
de un asesino (algo de lo que MM ya se ocupó en Plenilunio, si bien entonces el psicópata era producto de su
imaginación), y se inscribiría en el género policíaco con todas las
cursivas que cada cual quiera ponerle. Pero la novela no se detiene ahí, hay
más cosas. Cosas que tienen que ver con la intimidad de quien la firma. Porque nos
hallamos ante una obra llamativamente autorreferencial.
Está
su primera mujer, la madre de sus hijos ―y aquí el último escenario clave,
Granada―, y también una mujer innominada que no es otra que su actual pareja, la
escritora Elvira Lindo, en esta ocasión de un modo más vívido y directo aún que
en El jinete polaco, donde su
presencia era imposible de obviar.
Están
de igual forma los remordimientos por su comportamiento huidizo, quizá pueril,
en los años de su primer matrimonio, en los que trataba de escapar de las
obligaciones y responsabilidades familiares, un lastre para sus aspiraciones
literarias y para las expediciones nocturnas de quien aún creía, cosas de la juventud, que era obligado fraguarse una
biografía corsaria para disponer de material empírico con el que escribir. Y
está su incondicional declaración de amor hacia Lindo, como si a pesar de
todos los años juntos, ya muchos, de todos los episodios vividos, acabaran de
conocerse. Para dar fe de ese amor que aún llamea está el inventario de los
lugares y ciudades donde se amaron, y la seguridad de que el deseo es ahora mayor
que en sus primeras citas secretas, furtivas, cuando cada despedida podía ser
la definitiva y no un anhelado hasta pronto.
También
está la relación con sus hijos, esos extraños a quienes tanto se ama, con sus
proyectos, inquietudes y problemas no ya de niños, sino de hombres
enteros. Esos extraños de los que de alguna manera se alejó para poder
realizarse como escritor, y con los que se acaba reencontrando en un terreno
temporal de igualdad, en donde dialogar de tú a tú e interrogarse, e incluso
hacerse reproches, no es ya un imposible sino algo natural, inherente a las
relaciones paternofiliales.
Cabe
preguntarse ―porque sorprende, y mucho― si era necesario semejante ejercicio de
estriptis biográfico; ese desnudamiento impúdico que el autor lleva a cabo de
un modo más explícito que nunca (en En
ausencia de Blanca también había mucho de eso, solo que camuflado tras el
personaje de ficción). Es como si AMM hubiera decidido arreglar cuentas con el
pasado, con aquel que fue; enjuiciarse y admitir su culpa no tanto por lo que
hizo, sino por cómo lo hizo. Mas si él ha entendido que exhumar esos
sentimientos y hacerlos públicos en la plaza abierta que es todo libro era algo
indispensable, sus razones tendrá. Desde luego, para el
amante de su narrativa es una muy buena noticia conocer más de una
personalidad que quizá por su timidez o retraimiento o falta de vanidad, o por
todo ello, arrastra fama de hermética. Y reconforta a su vez descubrir que el
joven Muñoz Molina no era un ratón de biblioteca al que los placeres mundanos y
la tentación de la mala vida jamás lo rozaron.
Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956). |
Su
educación, su vastísima cultura y su curiosidad indesmayable no desdicen al hombre
joven que buscaba en el alcohol y en el deseo carnal las grandes dosis que
estos ofrecen de desprendimiento de la sofocante rutina. Es más, ese caudal de
información, ese «regalo» que se le hace al lector, ayuda a entender que él se
lanzó a la escritura con el mismo espíritu aventurero con el que otros dedican
su vida a los deportes extremos o a las profesiones de alto riesgo. Y confirma de
paso algo que por más que se sepa conviene recordar de vez en cuando: que las
novelas no sólo se nutren de literatura y fabulación, sino que lo vivido es asimismo capital para su diseño y elaboración, para su germen y posterior existencia.
De hecho, puede que sea lo más importante de todo.
«No
hay nada que de un modo u otro no sea memorable», escribe el autor, uno de esos narradores para los cuales la memoria es la médula de toda historia. Y esta
última novela no es una excepción. Memorable es ―y pondré sólo un ejemplo, pese
a que hay muchos― el breve encuentro que mantiene con su más admirado escritor
en el piso madrileño de este, quien mandó a su mujer a un homenaje a Adolfo
Bioy Casares en el que Muñoz Molina participaba para que le diera el recado de
que quería conocerle. La realidad y la ficción vuelven a fusionarse en el
instante en el que MM descubre, entre la emoción y la sorpresa, que un episodio
fundamental de El invierno en Lisboa
se basó, anticipadamente, en ese encuentro que aún no había tenido lugar, que
estaba sucediendo entonces (¿la fuerza del deseo y la sugestión, que escapan a
toda lógica?). Literatura y vida, de nuevo. Mucho más cercanas y semejantes de lo
que la inmensa mayoría cree.
No
faltan, no podían faltar, una honda reflexión sobre la escritura como sufriente elección de vida y un homenaje ―otro más― al jazz y a los jazzmen, cuyo ritmo enérgico, contagioso, salpica muchas de las
páginas del libro, del estilo del novelista. En cuanto a la escritura, en
realidad todos y cada uno de sus títulos hablan de ello aun sin hacerlo. En este
caso, da igual si se trata de una novela en construcción en la que las distintas partes no
terminan de encajar, con su correspondiente carga de mortificación e
impotencia, o de las sensaciones que despiertan en el escritor el tacto de un
lápiz y un cuaderno nuevos, bellísimos pese a la simpleza de su arquitectura, con
todas las posibilidades que presagian.
Por
último, el medio centenar de páginas dedicadas a Martin Luther King,
en las que el escritor echa el resto, son una suerte de pequeño relato dentro de la
torrencial novela. De hecho, poseen un gran valor por sí mismas, como una pieza separada, y
constituyen, además de un ejemplo de erudición sobre la vida del personaje, un
análisis valiente y lúcido y brillante de las fisuras que permanecen ocultas
tras la imagen pública y poderosa de un líder, de cualquier líder. Una metáfora,
en fin, de las debilidades del país más orgulloso del mundo en una época más
reciente de lo que las fotos en blanco y negro de sus
protagonistas se empeñan en hacernos creer.
En
esta su decimocuarta novela, magnífica, monumental novela, el escritor
jiennense, que continúa ascendiendo los peldaños de la excelencia narrativa, ha
vuelto a desafiar al reloj con ese ejercicio de estilo letánico, reiterativo,
ralentizado. Por más que al contar una vida que arranca en un punto y concluye sin
remedio en otro ―esa es la más notable diferencia, afirma con acierto, entre
la realidad y la ficción, pues esta debe tener un comienzo y un final nítidos―,
esté poniendo de manifiesto la imposibilidad de vencerlo. Ni siquiera entre las
paredes de un libro, donde él y sólo él es quien gobierna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario