Lo
mejor de la XXIX edición de los Premios Anuales de la Academia fue, con
diferencia, el discurso de Antonio Banderas tras recibir el Goya de Honor de
manos de Pedro Almodóvar, no tanto su pigmalión como su descubridor.
Dani
Rovira, conductor de la gala y Goya al mejor actor revelación por la taquillera
Ocho apellidos vascos, ayudó a que la
cosa no se hiciera pesada y fluyera, pues estuvo notable en general y sobresaliente
en algunos tramos; muy por encima de la media de quienes han oficiado de
maestros de ceremonias de esos galardones desde su nacimiento. Pero las palabras de Banderas, más propias de un escritor que de un
intérprete, eclipsaron cualquier asomo de brillo porque, además de emocionantes
y verdaderas, supusieron la constatación de algo que muchos ya sabíamos, que es
un gran tipo. Enorme.
«Todo
lo que tengo se lo debo a mi profesión, a la que prefiero denominar vocación. Pero
mucho más importante que esto, lo que realmente le debo no es tanto lo que
tengo, sino lo que soy». Bravo, Antonio.
Banderas
emigró a Estados Unidos hace un cuarto de siglo llevando sólo lo puesto, y hoy
es una figura reconocida y respetada en Hollywood. Alguien que organiza en su
mansión cenas benéficas a las que acude gente tan de andar por casa como Obama.
Si uno se para a pensarlo, es un disparate absoluto. Y sin embargo, è vero.
De
cualquier modo, la grandeza de AB no está en haber hecho realidad el sueño de
todo actor, y más aún si no es yanqui: triunfar en la meca del cine, ya que eso
es un milagro que no hay forma de planificar y que depende de muchos factores. Su
grandeza reside en haberlo hecho y seguir siendo, básicamente, el mismo. No
olvidar los orígenes, la humilde procedencia, ni el anhelo irrefrenable de los
inicios, cuando la excesiva juventud permitía dar pasos tan osados como
necesarios para el avance de la especie.
El
artista y empresario relató el momento en el que se lanzó en pos de un
imposible: «Me veo obligado a recordar y rendir tributo a la figura de dos
personas a las que vi hacerse cada vez más pequeñas desde la ventana de un tren
“Costa del Sol”, a las seis de la tarde de un 3 de agosto de 1980. Eran mis
padres, que, asustados de que su hijo hubiese sido víctima de un ataque de
insensatez, lo despedían esperanzados de que la razón se impusiera finalmente en
la mente de ese niño que fui, y que sigo siendo. Pero la razón perdió la
batalla, porque no era la mente sino el corazón lo que me guiaba. Una misión y
una determinación viajaban conmigo en ese tren. La misión: convertirme en
aquello que admiraba; en esos seres mágicos que desafían al tiempo, y al
espacio. Esos que me habían hecho viajar a la vez, en una extraordinaria
pirueta artística, tanto a los lugares más lejanos como a los recónditos de mi
alma, los actores».
El
que alguien que ha trabajado con algunos de los directores y actores de más talento
del mundo recoja un galardón en su tierra con la modestia con la que él lo hizo
―un galardón honorífico, no concedido como premio a un papel concreto sino para
reparar el error que supone no habérselo dado antes―, es motivo más que suficiente
para seguir creyendo en el ser humano. A pesar de que, como el homenajeado
señaló sin pasión ni arrogancia, con la más elemental objetividad, «la
mediocridad se haya convertido en el mayor negocio de nuestro tiempo».
Si
existe una academia en la que enseñen a comportarse así, a ser así, muchos de los «artistos» de este país deberían matricularse
en ella ya mismo, sin perder un minuto, y recibir un curso acelerado. O dos.
Banderas
nunca lo necesitó. Él nació así ―de esa forma lo parieron―, y así sigue y
seguirá siendo hasta el último de sus días. Seguro.
«Acaba
de comenzar la segunda parte del partido de mi vida», advirtió mientras
levantaba el trofeo como un deportista de élite y se retiraba de escena,
dejando tras de sí la estela de oro de los mejores.
No
tenemos motivos para pensar que no hablaba en serio. Si consiguió lo que
consiguió cuando era algo inimaginable, ¿por qué no iba a lograr ahora, que
existe un camino por él abierto, agrandar su leyenda?
Quitémonos
el sombrero ante un grande de veras, lectoras y lectores, y deseémosle la mejor
fortuna para los años venideros. Si hay un actor que merece nuestro apoyo y
admiración, ese es este malagueño en llamas. Un espejo en el que todos
deberíamos mirarnos.
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