Cecilia
Quílez (Algeciras, 1965) posee una estimable trayectoria como poeta, con cinco
poemarios ―incluido el que aquí se reseña― en su haber. No he leído ninguno
de sus anteriores títulos, pero prometo hacerlo porque con este último he
disfrutado igual que se disfruta de la contemplación de aquellas cosas tan
bellas como letales: una pistola, una daga, un acantilado, el fuego. Lo que
quiero decir es que la lectura de La hija
del capitán Nemo (Calambur) ha resultado una experiencia similar a la de tener
entre las manos una rosa cuyas espinas se te pueden clavar en cualquier momento
y, aun así, no soltarla.
Nos
hallamos ante un batiscafo de las emociones en el que todo cabe. Un colosal cajón
de sastre en donde conviven ausencias, pérdidas, anhelos, crepúsculos, playas, omoplatos,
vindicación de la propia feminidad ―y de la vida, y de la tristeza―, dioses, adioses,
colibríes, ladridos, trajes de neopreno, polillas, bocas que sangran o preñadas
de luz, piñatas, tormentas de azufre, ángeles, plagiadores del cristal,
melancolías, rutas cosmonáuticas, eucaliptos, crisantemos, musas cuánticas, andenes
y, en suma, mucha poesía.
Los
versos de Quílez son como arponazos bajo esas aguas del (des)ánimo y la memoria
que esta hija bastarda del mar y sus tormentas atraviesa sin pausa ni clemencia.
Una suerte de eslóganes con sus propias reglas sintácticas y su catecismo de desolación.
«Tras el verbo un jazmín / Pubis nocturno en solitario». «Tu fe se ahoga / Sólo
rezas cuando tu dios duerme». «El tiempo no pasa de estos ojos». «Sólo me hace
llorar / Lo impronunciable».
No
pocas veces, Cecilia saca el carboncillo y dibuja figuras en las páginas; arquitecturas
trazadas a base de palabras falsamente inconexas y dispuestas de un modo en apariencia arbitrario,
pero que obedece en realidad a la más absoluta premeditación:
A mi hermano le
enseñaron a disparar
Las palomas sabían a
plomo
Yo nunca tuve hambre
Que alguien mate
Al mirlo
Que amanezca
He soñado con dos pistolas
Ahora tengo que
inventar un pájaro
Propende
de igual forma la autora al adagio, a la sentencia, aunque no se aprecia un trasfondo
moralista en su letra. Lo suyo es más bien una voluntad indagatoria que logra ir más allá de la poderosa propuesta estética. Una carga
de pensamiento que le da una mayor solidez a su lírica: «Que no hay oro ni
baile ni coronas / Digan lo que digan los naufragios / En sus últimas
jaculatorias». O como dejó dicho Lorca: «… Y la vida no es noble, ni buena, ni
sagrada». Corteza y médula, pues. Ambas igualmente capitales.
Volviendo
a la cáscara, no es este un libro homogéneo en lo formal. La poeta lo mismo imprime
su huella digital en lacónicos versos que, si toca darle mayor elasticidad a lo
que se quiere expresar (a la sangre que mana), se pasa a los desmelenados
poemas en prosa. En estos últimos abunda una narrativa del dolor y la
decadencia. Historias despiadadas en las que el sol periclita hasta languidecer
y, al fin, extinguirse.
Tanto
la memoria como el peso excesivo del presente juegan un papel fundamental en su
paleta creativa, ya que La hija del
capitán Nemo es un cuaderno de bitácora de los días melíferos pero también
de la guillotina inagotable de las semanas y los meses, de la vida contra nosotros. Las heridas sanan mejor
con agua salada, y si hay que sufrir hagámoslo envueltos en belleza y «En el
babel exacto / De los signos». Dice Cecilia «palabra» o «boca» y estallan los
colores; dice «campana» o «vientre» y se ilumina «Ese querer prehistórico de
madre / Que amamanta eternamente la esperanza».
Escribió
Pizarnik: «La sangre quiere sentarse. Le han robado su razón de amor». Eso
mismo parece querer transmitirnos CQ cuando nos asegura que «un poeta nace de
espaldas», o cuando se obstina en mostrarnos la felicidad sin retorno («La
mentira o sea todo / Me lo dabas») con la implacabilidad con la que el cirujano
acomete su tarea.
«Todo
acaba desmoronándose», advierte. Semejante afirmación sólo puede provenir de
quien ha vivido o vive entre las ruinas, o lo que es lo mismo: asomada,
siempre, a una ventana. Esa condenada ventana de los que no se conforman con lo
que las cosas dicen ser y necesitan traspasarlas. El castigo, en fin, de
saberse poeta.
Habrá,
pues, que despedirse del mundo, al menos momentáneamente, y desaparecer,
ausentarse, sumergirse. Estas páginas
―este Nautilus «con escamas de
ballena azul»― se me antojan un excelente lugar para ello.
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