Paradójico
país el nuestro. A diferencia de la vecina Francia, en donde quien alcanza la
gloria la retiene para siempre, en estos impagables pagos no hay nada que guste
más que levantar mitos para después derruirlos o ignorarlos, otorgarles la
distinción del olvido.
No
es este el caso que nos ocupa, vaya por delante. Por más que en él haya algo,
unas gotas siquiera, de ese gen perverso, cainita, descorazonador. Y no es este
el caso porque con Rafael Nadal difícilmente se puede intentar el derribo, pues
su hoja de servicios desarma cualquier voz disidente. Mas he aquí los hechos.
Este
ya finiquitado curso ha sido el menos fructífero desde que se convirtió en
Nadal, nueve años atrás, cuando irrumpió en nuestras vidas como
un apache de las canchas de
tenis, Conan con raqueta, la prueba a zurdazo limpio de que llegar es
proponérselo.
Lastrado por diversas lesiones, sus mayores
bestias negras, se ha alzado sólo con cuatro títulos: un Grand Slam (Roland
Garros), un Masters 1000 (Madrid),
un Masters 500 (Río Open) y un Masters 250 (Doha). Logros que justificarían
la dedicación al tenis de cualquier otro jugador de la élite, que lo
ennoblecerían y que, incluso, de no obtener ningún otro
título durante el resto de su carrera, harían que se retirase diciendo ahí
queda eso,
señores (hay tenistas entre los diez primeros del mundo
que todavía no han conquistado un grande).
Pero que
en él, tan reincidente en la fea costumbre de ganarlo casi
todo, y sin el casi, lo cierto es que saben a muy
poco. Menudencias.
Calderilla. Año para olvidar, en fin.
Es
por eso por lo que toca hablar de él ahora. Cuando ha inspirado menos titulares
y páginas de prensa que en el resto de su muy fértil travesía deportiva.
Ha
habido durante esta última década mucho elogio del héroe. Un cóctel
cargadísimo, elaborado a base de loas, ditirambos y panegíricos en honor al
campeón; al gladiador omnipotente que aplasta a sus adversarios sin piedad, a
la épica del triunfo. Toda esa imaginería de la victoria que tan cachondo pone
por aquí al personal, imbuido desde la más tierna infancia del espíritu del Cid
«Campeador» y de la valerosa Armada Invencible.
Sin
embargo, en las pocas ocasiones en las que el jugador mallorquín no ha
levantado una copa, casi siempre por razones físicas, de claudicación de su muy
resentida osamenta, el silencio ha caído sobre él con la misma rotundidad con
la que antes lo hicieran los epítetos laudatorios.
A
RN, a diferencia de otros deportistas españoles que no han conseguido la cuarta
parte de lo que él, y con los que el vulgo y los medios de comunicación se
muestran benevolentes hasta el desconcierto, no se le permite perder. Y no
pocas veces, tras una mala racha, se han improvisado todo tipo de quinielas sobre
si continuaría en lo más alto o no, y tanto profanos como expertos le han vaticinado
alegremente el fin de sus días de apogeo.
Sucede
que él se ha encargado de hacer trizas esos pronósticos y ha seguido ganando
partidos, sumando trofeos y batiendo récords. Es más, su segunda mejor
temporada desde que es profesional fue la de 2013, recién salido de una grave
lesión. Recuerdo muy bien que el sueco Mats Wilander, propietario de siete grandes y actual comentarista deportivo,
afirmó que tras ese percance de salud necesitaría por fuerza de mucho tiempo
para recuperar su mejor nivel, y que si eso no era así él no sabía nada de
tenis. Bien, pues Nadal volvió al tajo como un misil y lo ganó casi todo: 10
títulos (dos Grand Slam, cinco Masters 1000, dos Masters 500 y un Masters 250).
Una bestia. ¿Y el augurio de Wilander? Bah, quién se acuerda ya de eso.
De
cualquier forma, más allá de las fabulosas cifras, de sus marcas para la
posteridad (64 torneos en su haber, entre ellos 14 Grand Slam, 27 Masters 1000
y un oro olímpico), resplandece el símbolo: el hombre que en el corazón de la tempestad,
en el océano intratable, rema y rema y rema. Y que a fuerza de insistir, de no
flaquear ni doblegarse ante la desesperación, la dificultad y el cansancio
―ante el frío, en suma―, consigue vencer a los elementos y llegar a tierra
firme. Eso es este chico (El viejo y el
mar, El conde de Montecristo), y de ahí que cualquier homenaje que se le
dedique resulte escaso. Su infrecuente tenacidad es, además de un espectáculo,
una clase de crecimiento personal de obligado estudio. La alegoría de la
evolución a través del esfuerzo.
Si
analizamos el deporte fríamente, si lo despojamos de toda poesía y lo reducimos
a lo que se ve, por ejemplo dos hombres que se pasan una pelota por encima de
una red hasta que uno de ellos yerra, concluiremos con acierto que se trata de
una grandísima estupidez. Ahora bien, si en vez de eso lo examinamos de un modo
muy distinto, como una partida de ajedrez en movimiento, una prueba en la que
el ingenio, la anticipación, la destreza y el poderío físico se hermanan para
desequilibrar al contrincante, tal vez entonces estemos hablando de otra cosa.
¿De arte? Por qué no.
Viendo
jugar a Nadal he sentido, a veces, la misma emoción que me han deparado un buen
libro o una gran película. Observar cómo se conduce hasta el límite físico y
mental para terminar revirtiendo una situación adversa, que parecía insalvable,
y salir victorioso, me ha parecido siempre algo fascinante. Pero cuando no ha
sido así, cuando ha perdido y lo han eliminado y se ha marchado a su casa o al
siguiente torneo para empezar de nuevo, no le he dado la espalda colérico ni me
he borrado de su club de admiradores. En absoluto. Me he dicho: es normal, no
se puede ganar sin pausa. No sería humano. Y él lo es fieramente.
Las
proezas de RN han trascendido en cualquier caso la órbita del deporte, de ahí
su inclusión en este blog. Porque él es un artista, aunque quizá no lo sepa porque
ni siquiera ha tenido un minuto para planteárselo. Y no se me escandalicen
quienes sólo admiten semejante etiqueta para Roger Federer, estilista por
antonomasia y maestro del tenis de salón, puesto que para llegar adonde Rafa ha
llegado hay que tener mucho arte y mucho tenis: únicamente con fuerza física y
mentalidad de titanio, siendo esto mucho, no habría bastado.
Nadal
ha sido ―es― Atlas, Sísifo, Aquiles, Sansón, Leónidas. Todos ellos juntos y
revueltos. Casi nada. Ningún otro deportista contemporáneo ha personalizado la
lucha y la adaptación al medio como él, y pasarán muchos años hasta que surja
alguien capaz de igualarlo, no digamos ya de superarlo. Pero también sangra, y
es falible, algo que debemos asumir cuanto antes por el bien de todos.
Al
verlo ahora en intervenciones públicas, choca advertir que no conserva un solo
gramo de aquel chaval tímido que casi tenía que pedir disculpas por la
voracidad de su juego y sus triunfos sistemáticos. Ahora ―28 añitos lo
contemplan, ay― se le ve siempre serio y muy seguro de sí. Ha madurado porque
su profesión así se lo ha exigido. Es, ya, un hombre entero.
En
estos últimos meses se ha recuperado de una delicada lesión de muñeca, se ha
operado de apendicitis y ha recibido un tratamiento con células madre para acabar
de una vez con los problemas de espalda que arrastra desde la final del Abierto
de Australia contra el suizo Wawrinka (tal vez su derrota no se habría dado de
no mediar esa dolencia, aunque nunca lo sabremos). Un tratamiento este último que
distintos medios aseguran que está prohibido en Italia por considerarse dopaje.
Preguntado al respecto, el jugador lo ha negado sin ocultar su hartazgo con el
eterno tema. Nunca, ha asegurado, nunca,
hará nada ilegal ni que comprometa su salud.
El
próximo diciembre volverá a entrenar como el mismo Rocky Balboa con la
intención de iniciar la siguiente temporada ―enero de 2015, torneo de Doha
(Catar)― al cien por cien. Dispuesto a recuperar, gradualmente, los meses
perdidos a su pesar.
Rafael
Nadal Parera, Grande de España. Ayer, hoy y siempre. Por más que los diarios y
los informativos de televisión, pendientes siempre de un presente continuo, no
parezcan darse cuenta de ello salvo cuando iluminado por la más desleal de las
luces, la de los flashes, vuelve a morder un trofeo.
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