La
semana pasada cumplió 45 años, una edad en la que ya se es lo bastante viejo
como para creer en la bondad humana y aún joven para pensar que nuestra especie
no tiene solución. Después de Johnny Weissmüller, el eterno Tarzán, él es quien
más y mejor ha mostrado el torso desnudo. Pero me temo que eso se acabó.
Finito. Borrón e imagen nueva.
Nacido
en la profunda Texas, tierra de petróleo y cowboys, Matthew McConaughey ―es
difícil escribir ese apellido sin preguntarse cuántas letras te has comido o
has puesto de más― se levantó una mañana o una noche y se juró que los únicos
estriptis que iba a hacer a partir de ese momento serían los interpretativos. Miles
de mujeres y hombres han perdido desde entonces una estampa hipnótica, de
Hércules posmoderno o adonis de alta pasarela, mas el cine ha ganado un
purasangre; uno de esos actores que engrandecen la profesión que mejor miente y
más convence, y sin la cual la existencia sería igual de triste que una tarde
de domingo perpetua.
Cuando
se dio a conocer, primeros noventa, se habló de él como del sucesor natural de Paul
Newman, pero su currículo no parecía dispuesto a sostener tamaña comparación.
Las comedias románticas más ramplonas y los bodrios melodramáticos eran su
hábitat; el terreno en el que con mayor soltura se manejaba. Hacía caja, copaba
portadas emblemáticas y encima le quedaba tiempo para la práctica del surf (más
torso desnudo). Una vida de ensueño. Sin embargo, no había actor por ningún
lado.
Algo
debió de suceder. No sé, quizá un espíritu lo visitó, a la manera del de Cuento de Navidad, de Dickens, y le
dijo: «Eh, Matt, ¿qué coño estás haciendo con tu vida, chico? Te fue otorgado
el don del talento y mírate, das pena. Eres un bufón musculado, un intérprete
de chichinabo, un conformista. Despierta, joder. La Gloria te espera. Si tú
quieres, puedes».
Y
entonces obró el milagro. La maquinaria de la resurrección artística se puso a
funcionar y las películas de verdad se sucedieron una detrás de otra, mostrando
al Actor que habitaba en él: The Lincoln
Lawyer, Killer Joe, Mud, Magic Mike, The Paperboy… Y contra todo
pronóstico, una serie de televisión, True
Detective, ahora que las series de televisión han ocupado el lugar que
hasta hace nada era coto vedado del cine, lo transformó para siempre.
Luego
llegó el Oscar por su papel de un vaquero de rodeo, mujeriego, drogadicto y
homófobo, que contrae el sida en Dallas Buyers
Club, una película anti-Hollywood, dura como el pedernal. Y de ahí voló directo
a la cima, al Olimpo del séptimo arte.
Se
acaba de estrenar Interstellar, del propenso
a la metafísica y a ratos genial Christopher Nolan, una de esas raras superproducciones
de ciencia ficción en las que el entretenimiento y la filosofía se acoplan sin
que el espectador levante una ceja, y en donde McConaughey vuelve a ser el gran
reclamo. El piloto encargado de transportarnos a ese planeta llamado Cine, con rotunda
mayúscula.
Sin
miedo a enflaquecer o afearse si el papel así lo requiere, con más pelo del que
tenía hace no tanto y una mirada distinta, de lobo con hambre de semanas, MC nos
ha dado una hermosa y admirable lección: nunca es tarde si deseas algo con toda
tu alma. Y ahora sí. Ahora aquello de «el nuevo Paul Newman» tiene todo el
sentido.
El
día en que la vejez se haga presa de él y su momento pase ―«Tempus fugit», ya saben―, siempre podrá
decir aquello que Steve McQueen exhaló justo antes de tirar la toalla devorado
por el cáncer: «Lo hice».
Sí,
Matthew. Innegablemente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario