Sentenciaba Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) en una reciente entrevista para el diario El País: «El castellano ha perdido eficacia poética por su alta actividad». Lo decía, en parte, para justificar el hecho de que los dos poemarios que ahora presenta, Per riguardo y El castillo de la pureza (versión castellana de El castell de la puresa), no han sido escritos originariamente en lengua española sino en italiano y catalán.
Por
otro lado, y para reforzar esa teoría, ponía el ejemplo de la construcción «unos
labios rojos», imagen prosaica que hoy día carece de validez poética, y aseguraba:
«Hay muchas palabras gastadas por la misma Generación del 27, recuperadas de
Rubén Darío, Góngora o Garcilaso, que no funcionan sino como del 27. Fuera de
ahí, no van». Pese a su decantación por el catalán, lo mismo venía a decir de
esa lengua: que hay infinidad de palabras del siglo XV que, al no usarse, «no
han envejecido» y mantienen intacta su pureza, mientras que otras del XIX y del
XX se han agotado; han quedado «totalmente inutilizadas» ―para el lenguaje
poético― por abusarse de ellas.
Junto
con Caballero Bonald, considero a Gimferrer, autor de dos obras maestras sin
discusión, Arde el mar y La muerte en Beverly Hills, el poeta que
mejor ha recogido y continuado los postulados estéticos de los grandes nombres
de la citada Generación del 27 (Cernuda, Aleixandre, Lorca), pues el también académico
es de los que entienden la poesía como una forma de reinvención del lenguaje y
una búsqueda constante de la belleza. Y aun reconociéndole una buena parte de
razón en eso que dice, disiento sin embargo de su enmienda a la totalidad.
Él
mejor que nadie sabe que hay jóvenes poetas españoles que, además de resultar «eficaces»,
exprimen la lengua materna al máximo y extraen de ella diamantes de gran pureza.
Poetas a los que conoce de sobra ―son sus discípulos, de hecho―, puesto que cultivan
la misma «poesía del lenguaje» de la que él es el adalid, entre el barroquismo
y el culteranismo, y en donde imágenes e ideas son el todo. Hablo, por citar a los
principales, de José Luis Rey, Javier Vela, Pérez Azaústre o Antonio Lucas,
quienes sin la existencia de Gimferrer no serían exactamente los mismos.
Entrevisté
a Gimferrer, en la sede de la RAE, cuando publicó el magnífico poemario Rapsodia. En el transcurso de aquella
conversación aventuré que, a mi modo de ver, su idea de la poesía bien podría
resumirse con unos versos de aquel libro: «Porque el poema, en su dominio
ardiente / más que a significar aspira a ser», que se completaban con estos
otros: «Lo verdadero es siempre inexplicable, / y el poema se explica al
llamear». Su respuesta fue afirmativa: «En efecto ―dijo―. Esto resume todo lo
que pienso sobre la expresión literaria y artística. Completamente».
Quien
proclama y ejerce ese amor por el incendio de la palabra, por el verso
estupefaciente, hijo del delirio y de la fiebre, sólo puede aseverar como boutade que una lengua determinada ha
tocado fondo para la creación.
El
lenguaje es el soporte que hace posible la poesía, y el buen poeta ha de
encontrar el modo de contar lo que ve, siente o sueña traicionando la
literalidad de cuanto perciben sus sentidos y transformando esa realidad en
arte.
Hay
en la actualidad ―tiempos de muy poco tiempo y de desmedida oferta cultural― una
poesía de urgencia, exprés, como la que ilustra esta entrada, obra de Neorrabioso
(alias de Alberto Basterrechea Martínez), un grafitero inusual, puesto que decora
las calles de Madrid con versos/eslóganes que incitan poderosamente a la
reflexión.
Ese
artista y tantos otros son el ejemplo palmario de que la poesía se abre y se
abrirá camino en cualquier circunstancia, siempre. Incluso en los momentos
menos proclives a la lírica. Aunque, dado que el lenguaje de los tiempos ―y no me
refiero a la lengua― ha cambiado de manera notable, tal vez sea más fácil rastrear
hoy sus huellas, su resplandor, entre cineastas y letristas de canciones que
entre los poetas propiamente dichos. Pero esa es otra historia.
La
lengua española ―de la catalana nada puedo decir, ya que ni la hablo ni la
escribo, si bien quiero pensar que nos hallamos ante el mismo caso― no ha
perdido su eficacia poética, en absoluto. Son quizá los poetas españoles
quienes han dejado de arriesgar, de investigar, de buscar.
Son
ellos, y no la lengua en la que piensan, se expresan y aman, los que, salvo
honrosas excepciones, se han vuelto por completo ineficaces. Como la mala y
sonrojante poesía.
¡Qué gusto de entrada! Se habla poco de poesía.
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