La
Real Academia Española (RAE), institución que vela por el correcto uso de la
segunda lengua en importancia del mundo y la tercera más utilizada en el cosmos
de internet, tiene que hacer malabarismos contables para llegar a fin de mes.
Lo
ha confesado quien mejor conoce sus entresijos, el sapientísimo José Manuel
Blecua, su director, en una reciente entrevista para el diario El País. El filólogo, catedrático
emérito de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Barcelona, admite que
la situación de la entidad es «dramática» debido a los recortes presupuestarios
que han sufrido en los últimos años (la subvención estatal que reciben ha
pasado de 3,6 a 1,6 millones de euros). Quiere esto decir que la leyenda
«Limpia, fija y da esplendor», que preside la Docta Casa desde 1715, tres
siglos de nada, puede acabar hecha unos zorros. Y si hoy por hoy sus ilustres
académicos no están saliendo a la calle con pancartas y megáfonos es gracias al
auspicio de la Fundación pro-RAE, que aporta lo que las arcas públicas, impermeables
a los encantos de la palabra, les escatiman.
Con
fondos tan exiguos se entiende que no haya forma de mantener las tildes en su
sitio, caramba. Lo de la supresión del acento en «solo» cuando es adverbio
(‘solamente’, ‘únicamente’), es un delito estético y una coz al sentido común. Igual
pasa con «guion», si bien en este caso los guardianes de la elocuencia, en un
gesto de magnanimidad, lo admiten con o sin, como si fuera una cerveza. Y esos son
sólo (o ‘solo’, como gusten) dos ejemplos, pero hay otros muchos.
En
estos días en que los escándalos de corrupción política afloran a la superficie
igual que los patéticos cadáveres de un naufragio ―la calidad democrática de un
país la marcan la transparencia de sus instituciones y el grado de integridad
de todos los servidores públicos―, es inevitable pensar en lo bien que le
vendría a la Española una inyección de una pequeñísima parte de todo ese parné que
algunos políticos tienen depositado en paraísos fiscales. Con un miserable uno
por ciento de ese fortunón, daba de sobra para quitarle hasta la última mota de
polvo a tanta joya de papel como atesora el noble edifico de la madrileña calle
de Felipe IV. Y así, de paso, las tildes volverían a las alturas, de donde
nunca jamás debieron apearse.
La
vida está llena de bifurcaciones, de caminos que se desdoblan de pronto y ante
los cuales tienes que decidir, a veces sin apenas tiempo para la reflexión, por
dónde tirar.
En
el mismo momento y en la misma ciudad, puede que hasta en la misma calle, un
hombre al que los votantes aupamos al poder para que resolviera nuestros
problemas y nos diera una vida mejor, transfiere una importante suma de dinero
obtenido por medios ilícitos ―tráfico de influencias, cohecho― a una cuenta bancaria
con sede en Suiza, Liechtenstein, Luxemburgo o las Islas Caimán, mientras que
otro hombre que lleva tiempo pasándolas putas, que vive, incluso, de prestado, y
que siempre pagó sus facturas, impuestos y multas, incluidas las más injustas,
se afana en la búsqueda del adjetivo exacto con el que rematar un relato, un
poema, una novela o un artículo periodístico.
Son
las dos caras de una misma y vieja, muy vieja, moneda: la del que se resiste a
renunciar al trabajo bien hecho, pese a los nulos incentivos que este le
reporta, y la del que hace ya tiempo que vendió su alma al diablo a cambio de
un puñado de monedas de oro.
Sé,
sin ningún género de duda, en qué lado estoy y a cuál de esos dos tipos me parezco.
Y creo saber de igual modo la diferencia entre el bien y el mal, la belleza y
el horror, la justicia y su contrario.
Cuidar
la lengua, mimarla, apostar por la palabra es trabajar en la construcción de un
futuro sin sombras. Amasar, como si se tratase de un deporte, más dinero del
que jamás podrás gastar y que además no sudaste, y que por lo tanto no mereces,
es socavar el presente y sembrar de brumas el porvenir.
«¿Cuál
será el porvenir de mi pasado?», se preguntaba, retóricamente, en una suerte de
(hermoso) rizo existencial, Mario Benedetti.
La
única certeza incontrovertible es que si no preservamos ahora, ya, la cultura y
la lengua (la lengua como símbolo de riqueza, no como elemento de exclusión),
si no invertimos en ellas, el porvenir de nuestro presente será desde luego la
barbarie, ninguna otra cosa.
Si
es que acaso no estamos ya medio instalados en ella y aún ―ciegos, más que ciegos―
no nos hemos dado cuenta.
No sabía de esta situación de la RAE. A pesar de que no estoy 100% de acuerdo con sus decisiones o sus miembros, me parece que es una institución que debe preservarse, sin dudas, mucho más que otras que no aportan nada.
ResponderEliminarUn saludo.
HD