Portada del nuevo disco de Julio Iglesias, México, que saldrá a la venta en todo el mundo el próximo 25 de septiembre. |
La
noticia de que Julio Iglesias ha grabado «Y nos dieron las diez»,
el clásico de Joaquín Sabina, para su nuevo disco, México, ha generado un revuelo considerable, lo cual no deja de resultar
sorprendente. Y sorprende porque ese tema, además de ser una de esas piezas tocadas
por los dioses que sobrevivirá a su autor y sonará in aeternum en fiestas y verbenas de medio mundo ―por mucho que
Sabina se haya hartado de decir que la posteridad le importa un carajo―, es un himno
más de ese gran país norteamericano. Hasta el punto de que no pocos mexicanos están
convencidos de que se trata de una canción de factura nacional.
No
es esta, en cualquier caso, la primera vez que hace suya esa composición un cantante a años
luz de las coordenadas artísticas de quien ha firmado algunas de las más hermosas
canciones en español de las tres últimas décadas. Ya en 1992, en el especial Fin
de Año que emitió el canal de televisión Antena 3, Rocío Dúrcal, voz de oro de las rancheras más inmortales, la cantó acompañada del propio Joaquín, dueto que fue recogido con
posterioridad en diversos discos, y ocho años más tarde fue Bertín Osborne, reverso
estético e ideológico de Sabina, quien la grabó para su álbum Sabor a México.
En
la prehistoria, Sabina dijo a propósito de Iglesias que vendía chorizos, y en
una entrevista que le hice allá por la mitad de los noventa, cuando ambos
éramos dos o tres siglos más jóvenes, al preguntarle sobre nuestro cantante más
universal soltó: «Julio Iglesias no me interesa nada, aunque reconozco que es
el mejor vocalista de orquesta gallega del mundo». Este, en cambio, en un
alarde de elegancia ―no tengo noticia de que el autor de «Gwendolyne» le haya propinado
una coz a ni uno solo de sus colegas, todo un caballero―, se ha referido a él como
«nuestro genio Sabina», y ha añadido: «Yo creo que el día que Joaquín escribió
esa canción histórica era mexicano, como me siento yo con este disco».
Desconozco
si la opinión que JS tiene a día de hoy de JI sigue siendo la misma de antaño, pero
sé por experiencia que no es frecuente obstinarse en la antipatía hacia quienes
hablan bien, o muy bien, de nosotros. De hecho, lo normal es que sintamos cierto
afecto por los que nos admiran y halagan e inquina hacia los que nos critican.
Así de simple. A no ser, claro, que aquellos que nos elogian sean unos malnacidos
sin solución o unos idiotas recalcitrantes.
Ahora
bien, de lo que no albergo la menor duda es de que a Joaquín se la ha puesto bien gorda ―la vanidad, quiero decir― que el cantante
latino que más discos ha vendido en todo el mundo (300 millones de copias) haya versionado una de sus canciones. Por no
hablar ya del pastón que se embolsará en concepto de derechos de autor, y al que es imposible hacerle feos.
Por
otro lado, Joaquín, con la tardía llegada de la madurez ―muy pocos son los que
han conseguido estirar la juventud con tanto provecho como él―, parece haberse
curado para siempre de los prejuicios propios de edades más tempranas y ha
derribado muros de rechazo que parecían indestructibles. He
ahí la canción que compuso para Raphael, «50 años después», y que no dudó en cantar
con el histrión de Linares. El caso es que al detenerme ahora en su estribillo ―«Y
aquí estamos los dos / tan diferentes, / tan imposibles, tan contracorriente, /
celebrando la vida al alimón…»―, reparo en que esos versos podrían haber sido
escritos de igual modo para Julio Iglesias. Y desde luego, no considero que este
y Raphael sean, en el terreno artístico, el sol y la luna, en absoluto.
Julio
Iglesias, en fin, ha esperado a su octogésimo y tantos disco para arrancarse a cantar
por Sabina, quien, al cabo de un cuarto de siglo de escrita esa canción, se ha
encontrado con un reconocimiento tan inesperado como, si lo piensan bien,
lógico. Además, y por mal que le pese, hay al menos dos circunstancias que
ambos comparten hasta la náusea: un profundo amor por México, país que a su vez
los venera, y una total dedicación, casi un sacerdocio, a su trabajo, la
música. Quizá la única cosa a la que de verdad han sido fieles.
Los
tiempos cambian, irremisiblemente, y la vida, que parece cada vez más empeñada en desdecir a Julio Iglesias, ya no
sigue igual.
«Fue
en un pueblo con mar / una noche después de un concierto… Weah!». Pues eso.
Ah, el queridísimo flaco de Úbeda.
ResponderEliminarAcabo de conseguir mi ejemplar de Sabina. No amanece jamás (ejemplar que se dio el lujo de viajar en barco, cosa que yo no he hecho ni en sueños) y me alegra mucho ver que en mi tesis de licenciatura coincido en muchos puntos con tu análisis, aunque me diera una estocada por salir antes.
Gracias por tu pasión y acercarnos a la voz del buen Joaco.