Hay
en la manera de narrar de Antonio Muñoz Molina una clara voluntad de abolir el
tiempo. Un deseo perentorio de alargar el instante que es y casi a la vez se
va, de congelarlo, de arrebatárselo de las manos ―de las garras― a ese despiadado
caminante que nunca se cansa. Nuestro juez. Nuestro verdugo.
Esa
dilatación del momento exacto en el que suceden las cosas, que en la vida de no
ficción es tan quimérica e irrealizable como volar sin la ayuda de máquinas o
hacerse invisible, es en cambio posible en el reino de la literatura, en donde
sólo quien escribe ostenta el cetro de mando e impone su ley.