Rosendo
es un mito. Tal cual. No se trata de una hipérbole ni de uno de esos epítetos
laudatorios que en este país se asignan a la mínima de cambio, con insensata
alegría. Muchas veces, demasiadas, a gente que en absoluto lo merece. El
madrileño, hijo y símbolo del distrito de Carabanchel, lo es porque durante
cuatro décadas ha sabido mantenerse bien tieso sobre el único y sólido raíl de
su universo creativo, lo que le ha hecho ganarse el respeto y el aplauso de todos. Incluidos aquellos
que poco o nada tienen que ver con su ideario artístico.
Podríamos hablar de coherencia, sin más. O bien decir que creyó desde siempre en su discurso musical. En ese particular modo de entender el rock, tan alejado de artificios y experimentalismos como de la menor ambición; en la eficaz apuesta por la sencillez, que es de una complejidad extrema.
Cesare
Pavese lo definió con precisión, entre la poesía y la matemática, antes de que Rosendo asomara
al mundo: ser «brillantemente monocorde». Eso es lo que él ha sido en estos 40
años de oficio. Sabedor, quizá, de que en la repetición reside la distinción,
la voz propia, la huella digital del creador.
El
pasado 27 de septiembre convocó en Las Ventas a 17.000 fieles, en lo que vino a
ser un reconocimiento público de su magisterio (reconocimientos institucionales
tiene ya unos cuantos: posee la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes,
que recibió de manos del Rey Juan Carlos, y una calle del municipio de Leganés
lleva su nombre). Había tocado en varias ocasiones en el coso taurino por
excelencia, aunque acompañado de otros grupos o en festivales. Sin embargo,
esta era la primera vez que lo hacía él solo, con un par, como el purasangre
del rock de autor que es.
Ese
rejuvenecedor concierto acaba de ver la luz en un doble cedé más deuvedé con el
explícito título de Rosendo. Directo en
Las Ventas 27-9-14, y es un documento sonoro y visual que sintetiza a la
perfección su andadura como músico y letrista.
Quien
fuera cabeza y corazón de Leño, grupo legendario pese a su brevedad (1978-1983)
y fuente de la que han bebido hasta el hartazgo Extremoduro, Barricada y todos
los muchos afluentes que de ellos han surgido, apostó osadamente por una
carrera en solitario en un momento en el que el rocanrol era cosa de bandas. A
partir de entonces, y al igual que Umbral, Almodóvar y Sabina, ha ejercido de
cronista de Madrid. A su manera, claro. Es decir, con una Strato por pluma. Su ciudad natal ha sido y es su «territorio
mítico», su musa, aunque no para erigirle monumentos. Ahí quedan aquellos despiadados
versos de «Este Madrid», incluida en la ópera prima de Leño: «Es una mierda
este Madrid, / que ni las ratas pueden vivir». Un juicio que, gracias al
indesmayable empeño de nuestra clase política, que insiste en superarse a sí
misma día tras día, es muy posible que siga vigente.
Lo entrevisté por vez primera hace 12 años, cuando
acababa de editar el disco Veo, veo… ¡mamoneo!, y a poco que le tiré de
la lengua me regaló un autorretrato exprés impagable: «El rocanrol, o al menos yo lo he entendido
así desde que era un crío, es una forma de denuncia, una actitud. Y las letras
de las canciones son el medio de comunicación más maravilloso que existe. La
música ya es grande de por sí, y si encima te permite decir lo que sientes y
que lo escuche gente a la que a lo mejor no vas a ver en tu vida, pues no deja
de ser un lujo». «¿Nos hallamos por tanto ―inquirí― ante un cantante con mensaje?»,
y él: «En alguna ocasión se planteó el titulillo de “rockautor” para
diferenciarlo del cantautor, y de alguna forma sí. En muchos casos, lo que
digo es más importante que la música».
Aunque lo que de verdad me ha chocado al releer esa
entrevista ha sido encontrarme con una declaración que parece hecha hoy mismo: «Ha habido unos años en los que parecía que todo iba muy
bien y era muy bonito, y resulta que es mentira. Y ahora se nos está pasando
factura. Hay que plantarse ya». ¿Un visionario? Desde luego, supo anticiparse
con lucidez a lo que estaba por venir.
En
sus canciones, poderosos y corruptos, reaccionarios y «gentes de orden»,
arribistas varios y vendedores de humo han recibido un potentísimo aguijonazo
eléctrico. Todos esos «flojos de moral» que al de Carabanchel le
han impelido a prender la mecha de la insurrección en clave de rock. Pues si la
guitarra de Woody Guthrie tenía escrito: «Esta máquina mata fascistas», en la
de Rosendo puede leerse, aunque no lo ponga: «Esta Fender mata chorizos de guante blanco y opresores de toda condición».
En
el concierto que ahora se recoge en una edición de lujo, para escuchar, ver y
paladear, contó con el apoyo de otros grandes de la canción española de muy
diverso pelaje.
Así,
Luz Casal canta con él la leñera y
hermosa «Entre las cejas»; Fito Cabrales aporta su calidad vocal y guitarresca
a «Flojos de pantalón», una de las más grandes composiciones del carabanchelero;
el navarro Kutxi Romero, cabeza pensante y garganta cavernosa de Marea, interpreta «Muela la muela»; Miguel Ríos, a quien Leño y Luz
Casal telonearon en 1983, en la histórica gira El rock de una noche de verano, se ocupa de «Agradecido», otro temazo, y
Enrique Villarreal, El Drogas, exBarricada y ahora haciendo la guerra por su
cuenta, perpetra «Vergüenza torera» (olvidó la letra de la última estrofa, una
faena que, quizá, se convierta con el tiempo en una de esas anécdotas que
perduran). Rodrigo Mercado, su hijo, que apunta maneras pero está en otra onda,
canta con el aclamado padre «A remar», y todos los citados, juntos y bien
revueltos, cierran la actuación con «Maneras de vivir», tal vez su canción más
célebre.
Cumplidas ya las seis décadas, Rosendo ha visto desfilar a cuantos presidentes de Gobierno de nuestra democracia ha
habido, ha enterrado a dos miembros de Leño (los dos bajistas, Chiqui Mariscal y Tony Urbano) y ha
influido notablemente, insisto, en los roqueros españoles de mayor valía del
momento. Total, que para ser un inadaptado (todo artista lo es) no le ha ido
nada mal.
Y
ahí sigue, el tío: la misma melena ―ya blanca―, los mismos punteos con alma y
las mismas letras cargadas de napalm. Ese grito ―salvaje, libérrimo,
amonestador― de quien sólo ha pretendido vivir de forma consecuente y respetar
al prójimo.
«Soy
bastante deficiente, / […] dime qué puedo hacer por ti», canta en la eterna «Sorprendente».
No sabe cuánto ha hecho por nosotros en el transcurso de su prolífica y lineal travesía.
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