miércoles, 9 de diciembre de 2020

Madrid, mi amor, tú que soportas tanto…

Escultura de la Fuente de Cibeles, uno de los grandes símbolos de Madrid.

(Publicado en el número de noviembre de la revista TintaLibre) 

Durante los últimos 40 años, Madrid ha sido la risa más sonora de Europa, un territorio palpitante que jamás echaba el cierre, pero hoy es una ciudad estremecida y apocada. Una ciudad que si pudiera contemplarse en un espejo, envejecería un siglo en un solo segundo. Esto es así desde que el mayor asesino en serie de nuestro tiempo, el coronavirus, cayó sobre nosotros como un misil. 

Hubo un espejismo frugal y azul llamado verano que hizo creer a los más lanzados, a los menos prudentes, a los más estúpidos que la «anormalidad» perdía fuelle y la bendita rutina de la salud y el estrés iba a ocuparlo de nuevo todo, pero no. En el foro, el imperio de la desolación es cada día más poderoso, menos reductible, y los madrileños, esos apátridas sin himno ni bandera más allá de su legendaria hospitalidad y su ausencia de prejuicios, nos sentimos tan huérfanos como los niños cimarrones y prematuramente adultos de El señor de las moscas.    

Uno no elige el lugar en el que nace. Nacemos donde nacemos por puro accidente, de ahí que haya recelado siempre de quienes se tiran el nardo de un supuesto pedigrí. Yo, hijo y nieto de madrileños, pude haber venido al mundo, sin embargo, en París o en Caracas, pues mis padres probaron suerte en esas latitudes impulsados por la espuela de la necesidad. Pero lo hice en Madrid, la ciudad que, según sentencia de oro de Antonio Muñoz Molina, tiene la culpa de todo. 

Hoy, esa frase del escritor jiennense cobra más sentido que nunca. Puesto que Madrid no es sólo la porción de España más castigada por la pandemia, sino que se ha convertido en el campo de batalla de dos gobiernos, lo cual explica su colosal desgobierno. No entraré en consideraciones políticas, porque me niego a hacerle el juego a ninguna de las partes y porque ya está bien de darles tanto espacio en la foto a unos servidores públicos que todos, medios de comunicación y ciudadanos, hemos acabado erigiendo en estrellas de rock. Pero sí quiero señalar, con la violencia inofensiva del anarquista que respeta los semáforos, que Madrid no es un cromo ni mercancía usada para Wallapop, y que pretender apropiarse de ella es como querer colonizar los océanos o los bosques. 

Madrid, entérense de una vez, ínclitos dirigentes, no tiene dueño. Pero si le acaricias el lomo y le dedicas unas bonitas palabras, te hará creer que es sólo tuya y te enseñará maravillas que nunca olvidarás. Porque no existe otro lugar que, como Madrid, reciba con alfombra roja al visitante, aunque este llegue con un hatillo al hombro. Un lugar en cuyas calles ni siquiera los guiris se sienten extranjeros. Y esa es, quizá, su verdadera grandeza: haber sabido atesorar un botín de múltiples paisajes y tribus. Un millón de banderas invisibles. Un torrente de colores, sabores y acentos que han conformado una torre de Babel a la inversa, ya que todo el mundo se entiende con apenas mirarse. En Madrid, en fin, nadie te pide el carné ni te pregunta el apellido ni cómo se llama tu padre ni cuánta pasta tiene. Algo inhallable en ciudades como Barcelona, donde el árbol genealógico y la procedencia social cuentan demasiado. 

Madrid es, pues, el decorado permanente de mi infancia, mi adolescencia y mi juventud. El mar tempestuoso en el que este náufrago ―todos, en mayor o menor medida, lo somos― se hizo hombre. Y eso hace que sea, también, mi territorio mítico, por lo que en mi cabeza sus mil rostros se suceden como en un loco álbum de fotos.

Ahí está ―puedo tocarlo― el quiosco del Paseo de la Castellana donde jugaba de niño y en el que el bisabuelo Donato servía la mejor horchata del mundo. Y mi marcial colegio en Cuatro Caminos, donde aprendí que la buena letra con sangre entra. Y las pistas de atletismo cuyo olor me apuñalaba el alma y en las que gané unas cuantas carreras de medio fondo y hasta algún campeonato provincial. Y aquel portal de la calle de María de Guzmán en donde aguardaba la llegada de un amor tan primerizo que apenas consigo visualizar su rostro entre la bruma de los años. Y la noche eterna, sin rival, con su «cúmulo de bares encendidos», como la inmortalizó el diablo Eduardo Haro Ibars. Y los conciertos tantísimos conciertos en el Bernabéu, en el Calderón, en el Palacio de los Deportes, en Las Ventas, en el Palacio de Congresos, en el Rockódromo y en el Pabellón de los Deportes, donde me inyectaron felicidad en estado puro U2, Springsteen, los Stones, Dylan, Manolo Tena, Aute, Bowie, Kiss... 

 

Imagen de un tramo del paseo de la Castellana al anochecer.
 

Pero en ese álbum personalísimo hay también sitio para algunas borrascas compartidas: la toma de las calles el día que supimos que las malditas bestias habían asesinado a Miguel Ángel Blanco, cuyo único pecado fue el de pasar por allí. Y, sobre todo, la marcha nocturna tras el apocalipsis del 11-M, en donde caminé de la mano de Margarita, bajo una lluvia inclemente y cinematográfica, emocionado y orgulloso de pertenecer a un lugar que, a pesar de sus gravísimas heridas, no sólo seguía en pie, sino que avanzaba, decidido, hacia el futuro. 

Madrid es también, quizá inevitablemente, el escenario total de mi reciente novela Todos nosotros, un thriller que algunos han apuntado que encierra una crítica social, y tal vez aciertan. Una novela ―negra, muy negra― que arranca en 1981, último tramo de la Transición, y que muestra a esa España efervescente, salvaje y naíf, con Madrid a la vanguardia, que acababa de salir de un túnel de cuatro décadas y su única aspiración era atiborrarse de luz. Luz en forma de música, de copas, de amigos de un día o una noche, de sexo inmediato, de sustancias que podían hacerte volar (y morir), de hambre de vida. 

Pero esa es otra historia, porque la ciudad que retrato en Todos nosotros nada tiene que ver con el cuerpo anestesiado y a punto de entrar en quirófano que es ahora Madrid. Un cuerpo que se desangra económicamente con la mascarilla puesta y cuyos habitantes se preguntan qué han hecho ellos para merecer tamaño tormento. 

Basta con caminar por la Gran Vía, su calle/emblema, para comprobar que ya no es una pequeña Nueva York, sino una triste avenida en la que los comercios languidecen bajo la torva mirada de este otoño homicida. Tampoco el parque del Retiro, tan madrileño y universal, es la jungla humana que fue. Y en la Puerta del Sol, kilómetro cero de la desilusión, ya no se citan los novios y los amantes ávidos de devorarse, y sólo aciertas a ver viandantes que la atraviesan igual que flechas o balas o estrellas fugaces. Como si huyeran de un asesino. 

En Madrid, los parques infantiles, de norte a sur, se mueren de melancolía al pensar en las risas de los niños que han dejado de visitarlos, mientras que los bares y restaurantes ―las venas tumultuosas de la ciudad― semejan tanatorios, y de algún modo lo son. Y los colegios, los institutos y las universidades son hoy grandes cámaras frigoríficas en las que los alumnos tienen que aprender sin mezclarse, y en donde maestros y profesores imparten clase con tantas limitaciones como miedo real. 

Nunca, jamás, he hecho ostentación de madrileñismo, pues, como antes apunté, sé bien que el lugar de procedencia es fruto del veleidoso azar y porque Madrid, más que cualquier otra capital española, es una ciudad con muchas ciudades dentro, un tótum revolútum de culturas, un templo del mestizaje. Pero tal vez haya llegado el momento de entonar un «¡viva Madrid!» sin otro ánimo que el de alentar al paciente en coma, por si acaso nos oyera y le diera por despegar los párpados y levantarse. 

Antes de que el bicho made in China se convirtiera en uno más de la familia y pusiera patas arriba nuestra existencia, Madrid, pese a tener la culpa de todo, era el lugar en el que todo aquel que anhelara conquistar el sueño español debía estar. Una promesa a la vuelta de cada esquina. Una ola de calor en pleno invierno. El laberinto perfecto para esconderse del enemigo o para dejarse ver. 

Hoy, en cambio, es sólo un remedo siniestro de lo que fue. Un botín con espinas que se juegan al póquer unos señores muy solemnes que viajan en coches oscuros como la garganta de Lucifer y que deciden nuestra suerte desde despachos tan altos que de solo pensarlo te sobreviene un ataque de vértigo. 

Ay, Madrid, mi amor, tú que soportas tanto, perdónalos, porque no saben lo que hacen. 

 

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