Con Aute y una amiga suya en el estudio de su casa de Madrid, en 1997. |
En
estos días homicidas e implacables con los caídos, quienes deben cruzar la línea
definitiva sin que sus íntimos puedan lanzarles in situ un último beso, ha muerto Luis Eduardo Aute, artista
integral y uno de los más hondos y exquisitos escritores de canciones en lengua
española de siempre.
El
coronavirus, el mayor asesino en serie de nuestro tiempo, se obstina
ruidosamente en que trivialicemos la muerte. En que nuestro natural asombro
ante su presencia quede anulado. Porque desde que vivimos enjaulados, apartados
de la propia especie por temor a contagiarnos, los partes con cientos de bajas humanas nos
aplastan día y noche como en una guerra. La guerra que pensábamos nunca íbamos
a librar. Sin embargo, al conocer el fallecimiento de Aute compruebo de inmediato que mi capacidad de sorpresa ante la muerte y mi arsenal de tristeza permanecen intactos.
Escribir
de alguien a quien ya jamás veré y a quien durante más de una década traté de
cerca, a quien entrevisté tantas veces, con quien pasé muchas horas y al que
nunca dejé de admirar es hacerlo, también, de un tramo irrecuperable de mi vida.
Si
cierro los ojos puedo verme sentado junto al generosísimo Eduardo en la sala de estar de su
casa, o entre el desorden estupefaciente de su estudio, bebiendo y hablando de
música, literatura, cine, política… aprendiendo. O cenando con él y con
Maritchu, su mujer, unos improvisados huevos fritos en la cocina. O disfrutando en un camerino, tras uno de sus emocionantes conciertos, del rayo de su ironía. O escuchando
de sus labios palabras sobre mí ―demasiado elogiosas para ser ciertas pero las
cuales nunca dejaré de agradecerle― en la presentación de uno de mis libros,
junto a un Miguel Bosé que coincidía con él por vez primera y que le confesó
que «La belleza» formaba parte de la reducida colección de canciones que
siempre le acompañaban.
La
belleza, por supuesto. Su veintena larga de discos, sus pinturas, sus poemarios
y libros misceláneos, sus cortometrajes y su titánica película de animación Un perro llamado Dolor son un homenaje mayúsculo a
la belleza que el gentleman Aute buscó
incansablemente en todo lugar, en cualquier cosa. Pero esos cantos a la belleza
no sólo eran ejercicios de estilo propios de un esteta, sino que estaban
cargados de un sólido contenido: el vértigo de la existencia. «Mi campo de
acción es el ser humano, y en eso creo haber seguido siempre una línea de
coherencia», me dijo. Sus obsesiones, sus demonios, fueron, pues, los absolutos
que rigen nuestras vidas: el amor, la soledad, la memoria, la muerte. Y con la
única excepción de su hermano Silvio Rodríguez, con quien realizó varias giras
inmortalizadas en esa garantía de placer que es el disco Mano a mano,
ninguno de sus colegas ha retratado la angustia y la dicha del ser humano, su
tormento y su gozo, con la delicadeza y el aliento filosófico que conforman la mayoría de sus letras.
Y
luego está el erotismo. La sexualidad desmelenada que palpita en toda su obra; que traspasa la canción o la pintura y te salpica. Esa omnipresente sexualidad que alcanza su clímax ―claro― en el tema «Mojándolo todo», en donde Aute consigue, por medio de una sucesión de imágenes húmedas, llameantes, que un cunnilingus cobre una dimensión épica. Aquel era su modo de evidenciar su absoluta reverencia por el sexo femenino, ese milagro. Aunque más allá de esa composición, en muchos de sus textos y dibujos ese «cáliz de polen y licor» adquiere categoría de símbolo supremo, y aun de deidad.
Por fortuna, olvidarle no va a ser posible. Sólo tengo que poner una de sus deliciosas canciones ―tirando por lo bajo me salen 40 títulos imperecederos― para que la habitación se llene de él y en mi cabeza aparezca su rostro atractivo y relajado. Para que aquella voz sin asomo de vehemencia con la que realizaba alguno de sus certeros análisis y lo cuestionaba prácticamente todo, incluso sus propios juicios, haga acto de presencia.
Amante
de los juegos de palabras, de los malabarismos sintácticos, a los que les dedicó más de un libro y con los que
adornó muchas de sus canciones, habría sonreído con aquella sonrisa a la
inglesa que gastaba si se le hubiera dicho que él no podía morir nunca porque
su obra lo hace Auterno. Decididamente
inmortal.
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