El actor George Clooney y su mujer, la abogada Amal Ramzi Clooney. |
Ya
no nos miramos a los ojos. Y cuando lo hacemos, el dueño de los ojos observados
no repara en ello porque quien le mira lleva puestas unas gafas de sol cuyos
oscuros visillos impiden ver hacia dónde apunta. Impiden ver la mirada, cuna de
casi todo.
Entre
el inevitable móvil y las gafas de sol, el hombre de hoy en día contradice
aquella sentencia de Umbral: «La humanidad tiene sed de humanidad». Basta con
echar un vistazo en torno para comprender que no se atisba ese deseo por ningún
lado. Al contrario, es como si tratáramos de levantar un muro de protección
entre nosotros y los demás, un dique, una defensa.
Hay
veces, las más, en las que se habla de cosas intrascendentes, inanes, tan poco
memorables como un telefilme de sobremesa o una cena con la gente equivocada, y
las gafas de sol, ahí, casi parecen acompañar, desdeñosas, a lo que se dice y escucha.
Pero
también sucede que cuando el diálogo alcanza temperaturas más altas y se quiere
profundo, quienes participan en él llevan esa oscura cortina sobre los ojos y
no aciertan a ver el brillo de la mirada, que es esa imagen, quizá la única, que
vale más que mil palabras.
Todo
esto pasa, incesantemente, entre parejas, amantes, familiares, amigos. Están
frente a frente, a menos de un brazo de distancia, y ven el rostro, la cabeza parlante,
pero no así los ojos que lo dotan de vida.
No.
Ya no nos miramos, nunca, a los ojos. Y no nos damos cuenta de que de esa forma
nos estamos perdiendo el mar.
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