Portada del nuevo poemario de Samuel Zamorano Cauto. |
«Voy a escribir que
ya lo perdí todo, y voy a escribir también que tengo todo lo que más amo. Que
alguna vez tuvo mi vida esperanzas de nada, y que hoy va en mi vagar lo mejor
de mi vida».
Sirvan estos versos de Sólo si la vida es
salvaje para fijar las coordenadas emocionales de quien lo firma, que se debate
insistentemente entre la fiebre de ese ayer que proscribía la dicha y el
luminoso calor presente. Lo que queda entre medias no se sabe muy bien si es
melancolía en sangre viva o el loco deseo de seguir siendo este sin dejar de vivir
en aquel. Se recordaba Cernuda a sí mismo: «…Aquel
fui, aquel fui, aquel he sido». Recojo ese verso imperecedero para
entregárselo a Samuel Zamorano Cauto, no sin antes añadirle otro de cosecha
propia: «Aquel soy, aquel sigo siendo».
Samuel,
en estas páginas, se confiesa feliz, toda una temeridad, aunque no puede evitar
deslizar que esa condición es el mayor mal que puede llegar a padecer un poeta.
Es decir, que, de algún modo, se lamenta de que el sol se obstine en alumbrar
su camino y extraña las tormentas o los incendios que lo escoltaban cuando aún
no era un orgulloso padre y un amante esposo. Conviene precisar aquí que si la
felicidad, cuando se experimenta, no es algo relativo ni sujeto a
interpretaciones, es inequívoca, lo mismo sucede con el dolor, que es tan real
e inapelable como un revólver o una daga y, al igual que a estos, no se le
puede dar la espalda.
En
este poemario el dolor, que es una galaxia que acecha a la vuelta de la
esquina, nos es servido como las ráfagas letales de una ametralladora, y tan
sólo el anhelo de vida de su autor, su juventud desmesurada después de la
juventud y su lealtad épica, logran equilibrar lo que de otra forma habría sido
un empacho de vértigo y acedía.
Quien
sufrió de veras por las inclemencias del corazón y se jactó de aquellos
tatuajes, conservará esa vívida sensación para siempre. Al igual que un olor de
la infancia: jamás se olvida. Aquel temblor sólo puede descifrarse en el
momento exacto en que acontece o bien a través del ejercicio mortificante de
transitar la desdicha sucedida, que no es otra cosa que la complacencia en la
contemplación de las propias heridas. Eso significa que por más que Samuel
pretenda que la desolación de muchos de los versos que conforman Sólo si la vida es salvaje no es
literal, sino una suerte de tristeza venidera (o dicho en palabras de Ángel
Antonio Herrera: «Samuel se inventa los sustos»), el lector atento esbozará una
media sonrisa de discrepancia y recelo. Porque la «poesía ciencia ficción», por
llamarla de algún modo, es, por fuerza, una estratagema, un mero ardid, por no
decir un imposible. Ya que sólo desde la experiencia el poeta puede llegar a
ser. Sólo desde la experiencia el poeta existe.
Samuel
lo sabe, en su doliente interior lo sabe, y por eso sentencia: «De los senderos soy», pues ¿acaso
necesita caminar quien coronó la dicha? Pero, ¿dónde está el problema? Todo
hombre, aun aquel que se presume satisfecho, que ejerce de optimista incluso en
los días peores, alberga habitaciones en las que siempre es enero, o en las que
nunca deja de llover, y no por eso debe pedir perdón por la tristeza, de
ninguna manera. Así lo entiendo yo y así lo entiende también Samuel cuando
escribe: «No encuentro dónde quedarme,
nunca sé dónde está mi sitio». E insiste: «Soy de todo rincón, de cualquier mapa. / Nací de ningún lugar. Siempre
seré de cada puerto». En esos momentos es muy fácil imaginar su congoja y
desaliento, su desarraigo, su desvarío.
Culminar
un buen poema es, o debería ser, atrapar la vida al vuelo, como si se tratara
de un pájaro, y retenerla unos instantes para después verla marchar igual que
se contemplan las olas, entre la fascinación y la nostalgia. Samuel, que cultiva
una poesía crepitante de imágenes que tiene en la liturgia del lenguaje su
mayor sustento, o el único, y que les imprime a sus versos un ritmo demasiado
cercano muchas veces al cantable, confiesa querer «siempre ir desvelado al encuentro del poema» y «convalecer, con el corazón en llamas, y
escribir abandonado a mi suerte, herido para siempre de belleza». Es por
ello que de ondear alguna bandera, esta podría llevar por lema aquel disparo fatídico
de José Ángel Valente: «El corazón
desciende / infinitos peldaños, / enormes galerías, / hasta encontrar la pena».
Cuando
Samuel escribe «sentados en bancos
míticos, por cinematográficos puentes, miramos de frente al Sena y comprendimos
entonces que su belleza y nuestro amor era para siempre», nos es revelada aquella
máxima de Horacio que sostiene que basta con cambiar el nombre para que la
historia hable de ti. Puesto que todos hemos ocupado esos bancos, u otros, y
hemos observado ese río, u otros. Eso nos lleva a la desilusionadora asunción
de que nuestras vivencias no son tan originales ni extraordinarias como
pensábamos, aun siendo únicas, sino una gota más entre el océano de gotas que
ha sido, es y será siempre la humanidad, esa muchedumbre de solitarios que no
saben que lo son.
Un momento de la presentación del libro de poemas Sólo si la vida es salvaje en Matadero Madrid. De izqda. a dcha.: Ángel Antonio Herrera, autor del prólogo, Samuel Zamorano Cauto y un servidor. (Foto: Susana Carro López.) |
En
este libro de poemas, en fin, su autor se propone recordarnos, casi en cada
página, que su nombre rima con hiel, si bien abundan igualmente pasajes en los
que advertimos que lo hace también con miel. Este, sin ir más lejos: «Dedico estos versos a la mujer que amo. /
[…] Puerto principal de mi crucero, isla
al fin de tanto naufragio, dame tu beso más dulce y enrédame para siempre en el
más tierno de tus abrazos». O este: «Vengo
a escribir la belleza de la vida a tu lado, a decirle al mundo que te quiero. A
cifrarlo en toda prosa. A contarlo en cada verso. / […] He venido a decirte que te amo». Y, por
encima de ningún otro, este: «A tu lado
vivo mis mejores años. Tú me has regalado los momentos más bonitos. / Permíteme
que te pague yo con este poemario». Pero ¿acaso puede afeársele semejante
derroche de impudicia y explicitud? En absoluto. Pues aunque esos versos tienen
mucho de él, todo, contienen a su vez unas gotas, puede que demasiadas, de
todos nosotros. Es decir, de aquellos que fuimos ―trayendo de nuevo a Cernuda a
esta orilla― y quizá aún seamos.
No
puedo dejar de señalar que se atisban en Samuel ecos y más que eso de algunos
poetas vivos, y sospecho que es algo que le inquieta. Que no lo haga: para alcanzar
una cima hay primero que poner la vista en ella, y la historia de la literatura
no habría llegado hasta hoy si los sentimientos y los modos de plasmarlos no
viajaran de generación en generación como los testigos en una carrera de
relevos. Lo importante es que el escritor, ya sea ensayista, narrador o poeta, y
sobre todo los dos últimos, acuñe una voz propia y que su aliento poético consiga
imponerse a las voces incorporadas inconscientemente o acaso hurtadas a
conciencia. Y Samuel, pese a que aún debe sacudirse de encima la pesada manaza
de algunos ídolos, hace ya tiempo que cruzó ese umbral.
Con
su estampa rocosa, entre el boxeador de Detroit y el mecánico de avionetas de Ohio, Samuel
es un hombre de gustos sumamente sencillos: le gusta delinear versos como
espadas que se quieren labios y caminar campo a través con un halcón adornando
su mano, que era como en Lady Halcón Rutger Hauer llevaba consigo a su amada, una Michelle Pfeiffer que ya quisiera siempre
en el espejo la propia Michelle Pfeiffer.
Y si eso no es vida, joder, que venga el agorero diablo y lo desmienta.
Por eso, Samuel, hasta que advenga el
siguiente racimo de versos sigue contando junto a Susana las estrellas que
caben en una copa de vino. Observa, con un repunte de orgullo y tristeza futura,
la sorpresa nítida en los rostros de Paula y María cuando el halcón aterriza en
tu mano imperativa, o cuando los Reyes Magos les soplan un beso desde su mágica
carroza. Sigue pagando facturas y nadando entre sistemas operativos, megabytes
y memorias RAM. Y para seguir sobreviviendo cumple si hace falta incluso con
quienes incumplen, que son casi todos. Sécate el sudor de la frente con el
dorso de la mano, mira un segundo al horizonte y vuelve a alzar la pala.
Pero
cuando abandones la ofi o las niñas duerman nunca embrides tu corazón de cometa.
Una vez que hayas estacionado el deber y la responsabilidad y lances a tus
halcones hacia la presa como quien arroja un puñado de confeti, no dejes de contemplar
con ellos, desde el alto mar del cielo, esta vida lacerante pero insustituible.
Este carnaval de tristes que se empeñan en reír por no claudicar.
No,
Samuel. No consientas que te despojen del chico de la peli que todos llevamos
dentro y jamás, bajo ningún concepto, permitas que te impidan galopar.
El texto es impresionante, Javier.
ResponderEliminarMuchas gracias por escribirlo y colgarlo en tu blog.
Y muchas gracias también por presentarme el poemario el otro día.
Pero sobre todo gracias por ser mi amigo.
Un abrazo largo. Y sincero.