La
épica después de la épica posee una belleza inigualable, pues quien asiste a
ella sabe con toda seguridad que supone el principio de un epílogo. Aunque este pueda ser, y ojalá lo sea, largo.
Rafael
Nadal, Rafa, el mejor deportista español de todos los tiempos y uno de los más
grandes tenistas de la historia, tuvo la fortuna de ser bendecido por los
dioses desde el momento mismo de venir al mundo. Estos fijaron su atención en
él y concluyeron que su camino no podía ser otro que la gloria en la tierra de
los hombres, esos seres tan falibles como vanidosos.
Desde
2005, y durante diez años, decir Rafa Nadal era decir «Triunfo», con rotunda
mayúscula. Devoraba los torneos ―los trofeos― como el comecocos del videojuego,
con una voracidad insaciable. Verle fallar era una anomalía, un cortocircuito
de la lógica, algo inaudito. Tanto como ver nevar en julio o construir
castillos de arena con tu hijo en noviembre.
Hasta
que un día, los dioses, por alguna extraña razón, quizá por pura veleidad o
hastío, decidieron desposeerle de su protección y dejarle a merced de los males
a los que durante esa década se había mostrado inmune.
Entonces,
donde antes todo era sol comenzamos a ver grandes nubes negras. Ya no mordía copas,
sino el polvo salobre de la frustración. Comido por distintas lesiones y con su
confianza y voluntad, otrora de hierro, quebradas, terminaba los partidos
maltrecho y con el gesto adusto, y en las redes sociales, en donde es una
práctica habitual lanzar piedras contra aquellos que hasta hace nada eran excelsos
y un ejemplo a seguir, vaticinaban su claro ocaso, su caída en picado, el fin
de la leyenda.
En
ese tiempo, y del mismo modo que los árboles, por mandato de la implacable naturaleza, se sacuden las hojas al cabo del verano, Rafa se fue dejando jirones de sí mismo, de su juventud y belleza, en
cada nuevo objetivo fallido. La cara aniñada dio paso así a un rictus
de perenne preocupación, y la melenaza de antaño, la misma del bíblico Sansón, fue
perdiendo ramas con cada tropiezo, con cada derrota, con cada vuelta a casa ―a la
edénica Mallorca, bálsamo para sus heridas― con las manos vacías.
Pero
resulta que el 2017 nos ha traído a un hombre entero que dice ser aquel chico. Solo que ahora que ha conocido el revés de la fortuna y ha dormido a la
intemperie, que ha sentido el aliento helado del silencio de quienes antes
gritaban su nombre o lo escribían en letras de neón, está más armado que nunca para
enfrentar a cualquier contrincante, empezando por él mismo. Por sus propios
miedos.
El
Abierto de Australia ha sido el escaparate de ese renacer; la pantalla en la
que le hemos visto jugar como en sus mejores días, pero con la astucia y el mimo
que solo proporcionan la experiencia y los sucesivos traspiés. Florian Mayer, Marcos Baghdatis, Alexander Zverev, Gael Monfils, Milos Raonic y Grigor Dimitrov, tres de ellos tenistas que rozan lo sublime, han caído como bolos por el choque de talento y obstinación de un Nadal en forma de misil que vuelve a ir a por todas.
En
ese escenario hemos visto, a su vez, el resurgir de otra leyenda, Roger Federer,
quien a sus 35 años desafía la lógica de la jubilación del deportista y, de vuelta de lo que
parecía el adiós definitivo, se ha inflado como un globo y reclama para sí una
porción más de la tarta de la Historia. Este, igual de elegante fuera de la
pista que en ella, lo cual es mucho decir, ha manifestado que él es el «fan número uno» de Rafa. Esto es, de quien tiene la culpa de que su colección de Grand Slams
no supere la veintena. Puesto que ningún otro jugador le ha dado tantos disgustos en
las canchas como él.
Los
dos renacidos, las armas prestas y el paso firme, volverán a enfrentarse este
domingo, en su duelo número 35, para regocijo de quienes amamos ese deporte en general y los combates
de espadachines de inmenso talento en particular. Y nadie, ni siquiera los
dioses que los encumbraron para después abandonarlos como a fútiles soldados
rasos, sabe de antemano cuál de ellos sumará un nuevo grande a su palmarés ―Nadal atesoraría 15; Federer, 18―, extenderá ambos
brazos al cielo y será atravesado por un rayo de puro gozo.
Quienes
admiramos al suizo por su apabullante calidad pero deseamos la victoria del
español, un tanque, tenemos por cierto que la gesta, cuando se partía de tan
abajo, consistía simplemente en llegar a la orilla de la cima. Por eso, al
margen de lo que suceda, del inapelable resultado, sabemos que nuestro más deslumbrante paladín ha
vuelto, y con eso basta.
Salve,
Rafa. Mis mejores deseos van contigo. Tú, como siempre, limítate a remar. Lo
demás, ya verás, vendrá solo.
Como
una flecha amarilla que nadie ―¡nadie!― es capaz de detener.
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