Imagen promocional de la serie de televisión Breaking Bad. |
Hay
noticias que tienen la capacidad de cambiarlo todo. Noticias que ponen la
existencia patas arriba y logran sacar de su guarida a quien lleva desde
siempre con nosotros y nunca antes había asomado. Eso es justamente lo que
le ocurre al protagonista de Breaking Bad,
celebrada serie de televisión que, después de resistirme durante demasiado tiempo
a hincarle el diente, he terminado devorando, y a la que puedo etiquetar de obra maestra con la seguridad de no incurrir en exageración alguna.
Tras
ver el primer episodio, creí hallarme ante una adaptación sui géneris de Un día de furia. Sí, aquella
película de los noventa, protagonizada por Michael Douglas, en la que un ciudadano
corriente cruza la finísima línea que separa la «normalidad» del disparate y
comienza a actuar como se supone que jamás lo haría alguien con la cabeza sobre
los hombros. Y al finalizar la serie he llegado al convencimiento de que Breaking Bad es mucho más que eso: es,
de hecho, una sucesión de días, semanas y meses de furia, con la ventaja respecto a aquel largometraje de poseer más colores en su paleta y talento en su
desarrollo.
El
mundo del gris profesor de química Walter White, interpretado magistralmente por
Bryan Cranston, se derrumba cuando le es diagnosticado un cáncer para el que no existe
cura. Esa debacle interior, avivada por una cadena de sucesos más o menos fortuitos,
es la que propicia su hasta entonces impensable ingreso en el lado oscuro.
Dicho de otro modo: el demonio que lo habita, que habita en todos nosotros, se manifiesta y empieza a hacerse fuerte, a ganarle la partida al ángel, a fagocitarlo sin remedio,
y no hay manera ―o no se quiere encontrar― de neutralizarlo. Puesto que transgredir
las normas, saltarse los semáforos en rojo, caminar a la contra, en suma, y conseguir
salir incólume, otorga una falsa sensación de poder e impunidad. Y
hay muy pocas cosas tan seductoras como el poder y la impunidad.
En
compañía de Jesse Pinkman ―a quien da vida Aaron Paul, también magistral en su papel de sufrido adlátere―, un antiguo alumno que
pese a su bondad intrínseca hace ya tiempo que decidió instalarse al otro lado
de la ley, WW acomete un fascinante viaje por las sendas visible e invisible del
Mal, con innegociable mayúscula. Y el vehículo que elige para ello es la fabricación de
«cristal» (metanfetamina de cristal), una droga altamente adictiva y de gran
demanda.
Digamos
que la historia podría resumirse como un cóctel de altísima graduación con lo
mejor y lo peor de la condición humana. De esa forma, el temor a la muerte, el
amor por la familia, el misterio de la verdadera amistad y la necesidad de
reafirmarse como persona y alcanzar el reconocimiento debido conviven con la
desesperación, la codicia, la mentira como credo, la vulneración de las reglas
de lo que sabemos (o nos han enseñado) que es lo correcto y la completa degradación
moral. En sus 62 capítulos está, en fin, todo. El Bien cohabitando con el Mal, haz y reverso de nuestra santa especie.
El
género en el que esos aspectos confluyen y son agitados en una suerte de
metafórico matraz es una amalgama compuesta de noir, acción policíaca, intriga, comedia negra, drama y metafísica
hodierna. Y no diré más. Ya que al ser un clásico que puede verse en cualquier
momento y nunca perderá actualidad, no debo desvelar nada más allá de su trama
general. Es decir, no conviene adelantar ―no seré yo quien lo haga― si el
asesino era o no el mayordomo.
Tan
sólo diré que el creador de este inflamable producto que mezcla con extremada habilidad entretenimiento y filosofía, un muy inteligente Vince Gilligan,
acertó de lleno en la diana en su determinación de dar vida al antihéroe más heroico
y a su (in)fiel escudero. Dos trasuntos actualizados de Alonso Quijano y Sancho
Panza que en vez de luchar contra molinos de viento y los delirios del primero,
lo hacen contra cárteles de la droga, la DEA, sus familias y amores y, por encima de todo, ellos mismos. Y cuando
digo ellos mismos no me refiero únicamente a sus convicciones morales y éticas,
también a la vanidad, el ego, el orgullo, el amor propio y todo eso que podría sintetizarse como la ardiente necesidad de que el mundo sepa lo listo y lo guapo que
uno es.
Los protagonistas de Breaking Bad, Aaron Paul (izquierda) y Bryan Cranston (derecha), posan junto al creador de la serie, Vince Gilligan. |
A
propósito de luchas interiores, no hay que olvidar que si el sentimiento de
culpa y el cuestionamiento de las propias acciones son consustanciales al
hombre, no es menos cierto que cuando hay que pagar los recibos y llenar la
nevera para la familia esas consideraciones acaban por relativizarse mucho. A
veces, hasta el punto de dejar de ser un estorbo que impide mirarse al espejo y
avergonzarse de aquello que se ve. Si bien es verdad que una vez superada la
euforia inicial y dosificada la locura, si no se es un mal bicho se tendrá la
necesidad de expiar las culpas y purificarse, de quedar en paz con Dios. Y, si fuera
necesario, de inmolarse: las aguas que agitamos deben retornar a la calma y el
círculo cerrarse, por muy elevado que sea el precio.
En
el terreno estrictamente cinematográfico, la serie se nutre con acierto del
recurso de la analepsis o flashback. Esto
no es algo en absoluto infrecuente en la ficción televisiva, pero aquí,
además de cumplir la ineludible función de explicar, adquiere un cariz poético. Y ahí sí
que aporta un elemento novedoso.
Abundan,
por otra parte, los homenajes, que no hacen sino señalarnos cuáles son sus
deudas artísticas. Es obligado citar las más notorias: El precio del poder, El padrino, Taxi Driver, Solo ante el peligro y,
claro, Dos hombres y un destino:
¿quién puede negar que Breaking Bad es,
también, un buddy film, aunque en
este caso la amistad se base en una pugna continua y en una relación de
dominación y sometimiento? De cualquier modo, su autor no tiene el menor reparo
en desnudarse y hace una clara ostentación de mitomanía, erudición y frikismo, las
patas robustísimas sobre las que se asienta el mejor cine.
Y
una cosa más: todos los actores que intervienen en ella, en esta caudalosa, brillante
y muy medida película fragmentada, están de diez, tanto los de mayor presencia como
los episódicos. Dejando a un lado a los dos protas, sublimes, como ya he dicho, en sus respectivos
trajes de manipulador y manipulado, merecen una especial mención la mujer de
Walter, Skyler (Anna Gunn); su concuñado Hank (Dean Norris), un perspicaz
agente de la DEA; Gustavo Gus Fring
(Giancarlo Esposito), un siniestro narcotraficante de origen chileno, militar
durante la dictadura de Pinochet, que se oculta bajo la fachada de un próspero empresario
de comida rápida; Mike (Jonathan Banks), expolicía y asesino eficacísimo pero ―por
contradictorio que resulte― con corazón, y el corrupto mas inofensivo abogado Saul Goodman
(Bob Odenkirk), una estrafalaria actualización de los vendedores de crecepelo
del Salvaje Oeste cuyo gancho le ha hecho merecedor de su propio spin-off: Better Call Saul.
Poco
más que añadir. Solo que quienes aún no la hayan visto, ¿a qué demonios están
esperando? Véanla ya, maldita sea. Hoy mejor que mañana. Aun a riesgo de que una
vez que comiencen no podrán parar hasta su conclusión, y eso significa unos
cuantos días o semanas, dependiendo de su voracidad y tiempo, de «enganche».
Eso
sí: esa adicción no sólo les reportará una dosis extra de felicidad, sino que
les volverá algo más comprensivos consigo mismos. Con ese hijo de Satán que
todos, absolutamente todos, albergamos dentro, «rompa» o no el cascarón.
Toda la razón del mundo. OBRA MAESTRA con letras de oro.
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ResponderEliminarMagnífico artículo de una serie de auténtico culto. Lo clavas como siempre.
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