En
tiempos tan oscuros como estos, en los que los noticiarios no se cansan de llevarnos
al territorio de la desesperanza, la risa es una bendición, y quienes nos hacen
reír, unos santos. Y pese a que en el mercado de valores del show business el drama sigue teniendo una cotización muy superior a la de la comedia, nadie puede discutir que es mucho más
difícil hacer reír que llorar, y desde luego más necesario.
No me cabe duda de que llegará
el día en el que ese error histórico será, al fin, enmendado, y
que aquellos que se dedican al humor tendrán la misma consideración profesional que los que nos provocan el llanto, aunque sólo sea por una cuestión de justicia poética. Pero hasta que eso ocurra, celebremos que las noches de los viernes nos vuelven a traer la dicha de la risa de la mano de ese pequeño gran hombre que es José Mota (Montiel, Ciudad Real, 1965).
Tras repasar a su particular manera los principales sucesos acaecidos en España durante el pasado año y aplastar sin
piedad a la competencia ―el especial Un
país de cuento fue seguido por cerca de tres millones y medio de
espectadores, situándose al filo del 30% de cuota de pantalla, unas cifras por las que muchos matarían―, el actor y humorista se mete otra vez en
nuestras casas con José Mota presenta… (La
1), una versión corregida y aumentada de los anteriores La hora de José Mota y La
noche de José Mota. Es decir: lo de siempre, pero mejor.
El
humor de Mota es apto para todos los públicos, si bien sus múltiples matices tan sólo
están al alcance de paladares hipersensibles. Si señalo este hecho es porque los
hay que únicamente reparan en sus imitaciones (excelentes) y en los personajes
salidos de su imaginación (ya iconos del humor nacional), lo cual es una lástima.
Puesto que con semejante simplificación se están perdiendo océanos de lo que en
realidad nos ofrece este humorista-filósofo.
Mota,
cada semana, nos da una lección impagable: el entretenimiento también puede
hacernos pensar. Quiere esto decir que lejos de subestimar a los telespectadores, de
tratarnos como a simples neandertales, nos considera lo suficientemente
informados e inteligentes como para no arrojarnos un hueso ―el modus operandi de la inefable Telecinco―, sino un suculento cochinillo sobrado de
carne y sustancia.
En
su día se definió como un «cronista del entorno», y sin duda lo es, pero pecó
de modesto porque el tratamiento de los temas que aborda trasciende la crónica
y se eleva a la categoría de pensamiento. Su línea editorial viene marcada por
dos sentidos, el común y el de la justicia social, ambos compartidos por
cualquier ciudadano de a pie. A su favor tiene que sus recreaciones nunca son hirientes, ya que sus armas naturales son la sutileza y el ingenio. De ese
modo ha logrado que tanto la izquierda como la derecha le tengan ley, un
privilegio del que en este país muy pocos artistas gozan.
En
sus sketches conviven el cine y la
literatura, la historia y la política, la música y la televisión. Y dentro de estos
no hay barreras, pues lo mismo se mete en el pellejo de Woody Allen que, a través de uno de los personajes de su invención, rinde tributo a Bruce Lee. Un
cajón de sastre monumental en el que todo, por contradictorio que parezca, está
perfectamente ordenado.
La Blasa, una de las creaciones más populares y logradas de José Mota. |
Hastiados
ya de tanto humorismo de garrafón y brocha gorda, de chistes basura para
cerebros ávidos de inmediatez e insensibles a la reflexión, el fondo y las
formas de Mota son una suerte de unicornio televisivo que recibimos con gratitud.
Sus gags están trazados con tiralíneas y mano maestra, y con esa gota de más
que marca la diferencia: el talento.
Hace tres años, en
junio de 2012, José Mota publicó en El
Huffington Post un artículo que llevó por título «Cuando fuimos eternos» (pinchar aquí), y
en él nos mostraba los principios de los que se alimenta su ideario artístico: nostalgia
―como motor y no como lastre―, autobiografía y belleza. La belleza obvia, la de
lo bello, y la belleza de la inteligencia y la genialidad, de igual o mayor
magnetismo que la otra.
Es
lógico pensar que aquel artículo debió de descolocar a más de uno, pues ni fue escrito
en tono jocoso ni su autor pretendió obtener con él la risa fácil de los
lectores. Mota se desnudó y entregó un texto de escritor; unas líneas
cargadas de olores y sabores que se leían como una
reivindicación de las raíces, de la esencia (de ahí lo de autobiográfico), y una encendida defensa de la
infancia, ese período de la vida en el que uno es inmortal. Todo ello sin olvidar el homenaje al padre, aquel humanista del que heredó
sensibilidad y corazón, y sin cuyas enseñanzas es muy posible que nunca
hubiese sido el que hoy conocemos.
En
aquel artículo también hablaba de los sueños. Porque en esos tiempos pretéritos
«tocaba soñar», y él, como Sabina en «La del pirata cojo», fantaseaba con vivir
otras vidas y probarse otros nombres. Algo que no sólo ha conseguido, sino que
se ha convertido en la base de su repertorio.
Fiel
defensor de la patria chica, Mota, al igual que su paisano
Almodóvar, ha sabido extraer del aldeanismo, del imaginario de la vida rural, el
zumo de su estilo, y detrás de muchos de esos personajes que tanta gracia nos
hacen habita la tragedia de la España profunda. Un rasgo que él ha sabido transformar
con suma habilidad, darle la vuelta y convertirlo en un subgénero más dentro
del humor. Un subgénero que es, a su vez, un género en sí: el Motismo.
En
más de una ocasión he sido testigo de que JM atiende a la numerosa gente que
se le acerca en la calle de un modo cordial, comprensivo. Se deja fotografiar
hasta la saciedad con señoras y niños y escucha, paciente, sus comentarios laudatorios
y sus frases reiterativas, casi siempre expresiones salidas de su magín. Luego,
tras cumplir con las servidumbres de la popularidad, prosigue su camino como si
nada. Tal vez pensando que ese mismo fin de semana viajará a Montiel, el reino
inmaculado de su infancia. El lugar al que vuelve siempre igual que se vuelve a
aquellos sitios de los que uno jamás se va del todo: como si en la
habitación en la que se está hubiera una puerta que comunicase con ellos, y
sólo fuera necesario cruzarla para encontrarse de nuevo allí.
Qué
bueno que las noches de los viernes la gente retrase la hora de hacer el amor
para ver y asimilar el humor de calidad que destila José Mota presenta… y no un programa del mal llamado corazón. O
bien uno de esos debates políticos lastrados de lugares comunes y de consignas
partidistas que lejos de ayudar al atribulado ciudadano lo único que consiguen
es confundirlo aún más. Porque el público no es tonto y sabe muy bien lo que le conviene
a su tensión.
Vivan
el humor inteligente y la capacidad ―el don― de arrancar sonrisas y carcajadas.
Salve, maestro Mota. Con la que aún sigue cayendo, su medicina, bálsamo para el
desánimo, se hace más necesaria que un cargamento de trankimazines.
No existen mejores palabras que estas para definirle. Magistrales.
ResponderEliminarMuchas gracias. Celebro que te haya gustado. Un saludo.
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