Fotograma de la película Abre los ojos (1997), de Alejandro Amenábar. |
Sin apenas darnos cuenta, de un día para otro, el tráfago de la cotidianidad, cuyo
ritmo repetitivo nos parecía inmune a cualquier alteración, se ha detenido. La
rutina más elemental ha pasado a ser una imagen de otro tiempo.
Salir a la calle y adentrarse en el río de la especie, eso que hemos venido
haciendo desde que guardamos memoria, desde la infancia hasta ayer mismo, no es
posible. Donde antes todo era bullicio, prisa, estrés, ahora sólo restalla el
silencio. Un silencio inédito que se visualiza en avenidas desnudas, en bares y comercios clausurados, en ciudades fantasma.
Confinados
en nuestras casas como en búnkeres, con las despensas colmadas y las pantallas que nos mantienen
enchufados al mundo siempre encendidas, asistimos al espectáculo de esta voraz enfermedad
sin terminar de creérnoslo del todo. Como si se tratara de una película de
ciencia ficción. Porque si te paras a pensarlo, enloqueces.
Sí,
es verdad, lo hemos visto en mil películas, lo hemos leído en muchas novelas. Pero
vivirlo es muy distinto. Vivirlo es otra cosa. No es lo mismo leer a Stephen
King que convertirte en uno de sus personajes.
Aquí,
en España, tras las primeras muertes, los platós de televisión se llenaron de
sabios que con voz meliflua llamaban a la calma y aseguraban que esta nueva
enfermedad era una suerte de gripe que sólo afectaría a un grupo concreto de la
población. Hoy, cuando los contagios se cuentan por miles y el número de caídos
en desigual combate ya no es anecdótico sino todo lo contrario, sabemos que no
es cierto. Que la munición de este virus es mucho más letal y su pegada menos
selectiva. Y esa certeza acojona, pues nos avanza que las cifras de infectados y de víctimas mortales seguirán creciendo.
Y
al lógico miedo que la amenaza sanitaria provoca se suma otro casi igual de paralizante:
la incertidumbre de qué va a ocurrir después, cuando se consiga abatir al
coronavirus. Si nuestro sistema económico resistirá pese a las profundas heridas
causadas. Si las empresas que ya se han lanzado a despedir, o que lo harán en
breve, volverán a contratar. Si quienes cierren sus negocios tendrán la
capacidad de rehacerse. Si retomaremos pronto los hábitos y la mecánica de cuando
la existencia no era el decorado fantástico de una de esas series postapocalípticas
que tanto nos gusta ver pero que ojalá no estuviéramos protagonizando.
Abominábamos
de la machacona rutina y nos hemos dado cuenta a quemarropa de su importancia.
Del valor incalculable de la normalidad.
Nos
han bastado unos pocos días de encierro forzoso para echar terriblemente de
menos las mañanas de los lunes.
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