El cantante Bono, de U2, mitad hombre, mitad dios. |
Con motivo de los dos
conciertos que el supergrupo irlandés ofrece en Madrid este jueves y viernes, rememoramos
su primera actuación en España
Estalla
en la atmósfera «With or without you» y el estadio en pleno ―100.000 personas―
ruge como una garganta única. Bono ha entrado en trance. El bramido de la
multitud y su total reverencia lo han atravesado igual que un rayo. Parece un
Cristo de videoclip, un iluminado: los brazos extendidos, la cabeza hacia atrás
con los ojos cerrados, meciéndose apenas. Es presa de un arrebato colectivo
que, en pleno éxtasis, quizá acierta a intuir histórico.
Han
pasado sólo 31 años desde aquello. Yo
estuve allí. Fue en Madrid, en el Santiago Bernabéu, y el cartel no es ya que
fuera un lujo, era un exceso: Big Audio Dynamite, UB40, The Pretenders y U2.
Para
alguien que acababa de estrenar la mayoría de edad, como era mi caso, aquel
espectáculo tuvo mucho de experiencia religiosa. Tras los deliciosos entrantes,
U2, la banda del momento, los Stones de los que éramos aún niños cuando los
Stones eran el Grupo, tomaron ese recinto sagrado con voluntad de matadores y
nos brindaron una faena imposible de olvidar. Y eso que mantener la vista fija
en el escenario no resultaba fácil, pues lo que sucedía alrededor era
fascinante: tan solo acertabas a distinguir brazos en alto mientras, de fondo,
se imponía un grito unánime y constante, conmovedor. La contramúsica inequívoca
del delirio.
No,
no hay magnificación alguna. Fue una noche mágica, desmelenada, celebrante.
Bono, de hecho, ha calificado ese concierto, el primero que ofrecían en nuestro
país, como uno de los más importantes de la historia del grupo, y en el libro Bono on Bono (aquí traducido como Conversaciones con Bono), una larga
entrevista con el periodista normando Michka Assayas, la estrella afirma que
aquella fue la más multitudinaria actuación en solitario de la banda tras 11
años de carrera.
Nativos
de Irlanda, tierra de gente ruda, que rebosa fiereza, fliparon en colores con
la furia española. Nunca, confesó el archifamoso vocalista, vieron nada similar.
«¿Por qué no hemos venido aquí antes?», se preguntaba ante el regocijo general.
Incluso Informe Semanal les dedicó
uno de sus codiciados reportajes a los pocos días de la gesta/fiesta.
Apenas un año antes, «Sunday bloody sunday» y
«New year’s day», dos himnos incluidos en War,
su tercer disco de creación, sonaban insistentemente en todos los bares de
copas de Madrid, y entiendo que del resto de España. Así fue como la udosmanía fue cobrando cuerpo aquí hasta
derivar, tras la publicación en 1987 de esa obra maestra que es The Joshua Tree (casi 30 millones de
copias vendidas en todo el mundo), en una armada tan numerosa como leal. Leal,
sí. A pesar de que ellos ―The Edge, Larry Mullen Jr., Adam Clayton y, sobre
todo, Bono― no sean ya los de entonces, ni por asomo.
Si
dejamos a un lado a los tres músicos que permanecen instalados en un cómodo
segundo plano y nos centramos en la enseña, Bono, es obvio que su imagen
pública ha mutado de forma considerable desde que se convirtió en una suerte de
mesías de diseño. Un neorredentor que aspira a salvar un mundo loco, necesitado
del auxilio de un Superman que no vuela pero cuyo brazo es larguísimo: los
mandatarios y filántropos más poderosos del planeta lo han recibido en sus
residencias oficiales y han atendido sus peticiones en favor de miles de seres
humanos hambrientos o enfermos. Sería difícil precisar cuántas vidas ha salvado
con sus acciones solidarias y cuántas otras ha contribuido a mejorar, algo que
nunca le agradeceremos, me temo, lo suficiente. Al César, lo que le
corresponde.
Ahora
bien, pese a esa loable labor humanitaria son ya legión los que le recriminan
su distanciamiento con el músico de raza que fue. Con ese chico atolondrado que
aterrizó en Madrid aquel verano de 1987, melena, sombrero de cowboy y cuerpo de
alambre, y para el cual no existía otro modo de cambiar el mundo que a golpe de
buenas, excelentes canciones. Ese hombre con atributos de hombre y no la prima donna actual, menos persona que
marca. Y esos mismos críticos, fans todos ellos (¿acaso se puede no serlo?),
sostienen que U2 lleva demasiado tiempo nutriéndose de los frutos de sus
mejores días.
Esa
opinión no la comparten, claro, los cuatro músicos irlandeses, quienes en una
entrevista de no hace tanto con un diario español manifestaron, sacando pecho,
que como grupo no ansían la pervivencia sino la eternidad. ¿Grandilocuentes?
Por supuesto, pero es que ellos pueden permitírselo. Y el mensaje es nítido: en
sus planes no entra el vivir de las sustanciosas rentas de lo ya hecho. Su
idea, su meta, es seguir fabricando canciones tan preciosas como para
garantizarles la leyenda post mortem,
mientras tratan de disfrutar del viaje como cuando eran ―cuando éramos― jóvenes.
En
un momento en el que ya lo han conseguido todo y mucho más, anhelan ese Santo
Grial que consiste en emocionarse aún con aquello que llevan 40 años haciendo.
Algo así como seguir enamoradísimo de la persona con la que has pasado la vida
entera. Difícil, vale, pero no imposible. Llámese pasión desmedida por su
trabajo, búsqueda de la canción perfecta, vocación a prueba del implacable
tiempo.
La
misma pasión que mostraron en ese concierto de tres décadas atrás, en el que
hubo mucho de místico, de religioso, incluso. Y no me refiero a la religiosidad
de esos cristianos declarados que son los miembros de U2: hablo del ambiente de
liturgia, de revelación, de comunión que vivimos quienes tuvimos el privilegio
de estar allí. Tan jóvenes, tan hermanados, tan dichosos.
Tras
13 años sin pisar el foro, U2 vuelve. Si quienes vayan a verlos tienen la
fortuna de sentir una cuarta parte del terremoto de emociones que esas 100.000
personas sentimos aquella noche inmortal, les auguro una experiencia que no
olvidarán jamás.
La entrada del primer concierto de U2 en España. A cambio de 1.500 pesetas (nueve euros), una sobredosis de música cinco estrellas: Big Audio Dynamite, UB40, The Pretenders y U2. |
100.000 personas? Que numero impresionante, debe haber sido una noche inolvidable, que envidia, como me gustaria haber estado ahi
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