Rulo, en un un momento de su actuación en el antiguo Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid con motivo de la gira El doble de tu mitad. |
Rulo y su Contrabanda
ofrecen un concierto sin apenas anticlímax en el WiZink Center, ante 5.000
entregados asistentes
Hace
ya tiempo que Rulo alcanzó un estatus que provoca en los indies, esa estirpe que recela del éxito, un indisimulado rictus de
desconfianza. Sin ser aún un galáctico, el músico cántabro, cada vez más
integrado en la vida madrileña, se mueve en una zona musical envidiable. Una
zona que le permite vivir bien de su trabajo y que la calle no sea todavía una
jungla hostil, sino un lugar en el que sentirse querido sin dejar de ser libre.
En
los últimos cuatro días ha dado tres conciertos en la capital muy distintos
entre sí. Actuó en Siroco él solo, ayudado de piano y guitarra, para 150
personas; en Galileo, con un cuarteto acústico, para 500, y anoche en el
antiguo Palacio de los Deportes para 5.000 fans que se sabían todas las letras
como si las hubieran escrito ellos.
El
concierto arrancó con «Tu alambre» y «Me gusta», dos enérgicos temas de El doble de tu mitad, su último disco. Y
a partir de ahí alternó canciones de ese trabajo con éxitos de discos
anteriores, hasta sumar un total de 23 en algo más de dos horas que pasaron a
la velocidad de la luz.
Un
corazón de neón (como aquel «Corazón de neón» de Sabina) de considerables
proporciones presidía el escenario, en lo que ha de entenderse como un guiño
visual y poético que nada tiene de gratuito. Puesto que es el corazón humano,
con sus remiendos y costurones, la moneda musical de Rulo, su principal
obsesión como artista.
Rulo
canta su contagiosa tristeza/melancolía en un permanente estado de jovialidad.
Relata sus letras de corazones emboscados mientras se mueve como Bruce
Springsteen. Todo un ejemplo de hiperactividad escénica que lo mismo reparte
rosas (las lanza con pasión, igual que si fueran piedras o cuchillos de
gratitud) que invita a cantar a sus fans.
Uno
de ellos, venido de Ourense, interpretó con él, provisto de guitarra acústica y
armónica, «Divididos», y Carlos Raya, productor de su último disco, irrumpió
poco después en el escenario para atacar «La flor 2» y, sin solución de
continuidad, «La flor», en uno de los momentos más rock del concierto.
Las
numerosas parejas lo cantaban y bailaban todo mirándose a la cara, y se hacían selfies con el ídolo de fondo. Cómplices
en el juego de la música, rulaban. O, mejor dicho, Rocanruleaban.
Mientras
observaba de qué modo ese músico consigue hipnotizar al público, pensé que el
mundo artístico no deja de ser un reflejo de la vida. Hay personas que se
niegan a saltar y permanecen siempre en el mismo sitio. Otras que saltan sin
tomar carrerilla y sin demasiadas ganas, y es por ello que apenas avanzan. Las
hay que sí que la toman pero que, en mitad del salto, desfallecen y caen al
suelo como pájaros abatidos. Y luego ya están quienes toman carrerilla, saltan
y, en pleno vuelo, estiran cuanto pueden el cuerpo para llegar lo más lejos
posible. Desde que Rulo inició su andadura en solitario, hace siete años, aún
no ha bajado a tierra.
Para
el comienzo del último tramo del concierto, unos generosísimos bises, Rulo se
sentó al piano, como un Elton John con melena, y se marcó una versión de «Noviembre»
que hizo que la gente se lo quisiera comer igual que si hubiese sido rociado de
la cabeza a los pies por el protagonista de El
perfume. Las
guitarras furiosas vinieron pocos después y volvieron a llenar de adrenalina la
atmósfera.
Por
fin, una orquesta mariachi interpretó «El vals del adiós» ante la mirada
divertida y ya relajada (el deber estaba cumplido) de Rulo y sus músicos: Cuti
(teclados), Quique (bajo), Txarly (batería), Pati (guitarra) y Fito (guitarra),
quienes antes habían sido presentados por el jefe como si aquel ritual se
tratase de una canción más.
Ojalá
que no me equivoque y Rulo siga ascendiendo peldaños. Ojalá que él no decida
echar el freno.
Y
que la tristeza continúe haciéndonos sonreír. Y saltar.
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