Manolo Tena y el arriba firmante, en tiempos remotos, cara a cara. |
Cuando
lo conocí en persona, a mediados de los noventa, Manolo Tena ya había superado la sobredosis
de gloria y aun la resaca de desubicación que le proporcionó Sangre española, el disco de mayor éxito de su carrera. Un disco
tocado por los dioses, ya que nueve de los diez temas que lo integran se acercan a la categoría de clásicos. Atrás, muy atrás, quedaba su bautismo de fuego con Cucharada, formación
con alma punki y carcasa cabaretera que ya sólo por su actitud disidente y su
osadía merece un respeto retrospectivo. También su doctorado musical al frente
de Alarma!!!, el más elegante grupo de rock español de todos los tiempos: su catecismo lo presidían César Vallejo y The Police ―una
mezcla demasiado exótica y exquisita para los rudos paladares del momento,
ávidos de amores a primera vista y poco dados a las sutilezas―, y sonaban como ninguna otra banda de entonces: duros pero sin esconder su marcada influencia pop, modernos aunque con un dejo barriobajero. Directos y líricos a un tiempo.
A
base de entrevistarle muchas veces, no menos de una decena ―entrevistas largas
y nada complacientes que pretendían llegar al fondo de las cosas―, acabé
manteniendo con Manolo una relación de cierta complicidad. Esa relación se vio reforzada por una
novia que se echó, fotógrafa de profesión, y que dio la casualidad de que era
íntima amiga mía, y por la mutua devoción por la literatura: coincidíamos en
presentaciones de libros de amigos comunes y en lecturas de poemas ―yo mismo lo
embarqué en alguna―, y recuerdo no pocas conversaciones nocturnas sobre la
creación literaria que nunca llegaban a ningún puerto (¿o sí, Manolo?).
Debo confesar que MT me resultaba tan admirable como irritante: no entendía cómo alguien con su
arsenal lírico y su personalidad artística ―esa voz y esa verticalidad
escénica, únicas― seguía tropezando con la piedra de siempre. Con los años, él
le puso nombre a esa patología: era un adicto, a secas. Y esa adicción, tardíamente
diagnosticada como tal aunque patente en su accidentada carrera, hizo que, pese
a ser el más dotado de su generación, para coronar la cima necesitara del
triple de tiempo que otros muchos que no le llegaban al tobillo.
Me
lo encontré las pasadas Navidades en una cafetería cercana al Museo del Prado,
tras más de tres años sin vernos. Me contó que andaba en mil cosas y, pese a que no
detecté ilusión alguna en sus palabras, pues no era de ese tipo de personas que
exteriorizan sus emociones ―ese quietismo suyo, herencia de los tiempos oscuros―,
sí tuve la impresión de que estaba con las pilas puestas y con ganas de volver
a la primera división de la que alguien de su talento jamás debió apearse.
Lo
siguiente que supe de él, cuatro meses después, me lo arrojó a la cara un
diario digital: «Manolo Tena ha muerto». Me sobrevino una tristeza inequívoca, aquella
que te invade cuando experimentas lástima sincera por alguien, por su mala
fortuna. Y me acordé entonces de los planes que me relató, y que ya jamás se cumplirían
(por lo que he sabido más tarde, el día que nos vimos aún ignoraba lo que
llevaba dentro), y maldije esa vida suya con tan poca primavera y tantísimo
invierno. Él, que había sabido zafarse de las garras de la parca como nadie y logró
sobrevivir a otros dotadísimos colegas que transitaban la misma cuerda floja ―Antonio
Flores, Enrique Urquijo, Antonio Vega―, cayó cuando nadie lo esperaba. Como en
él era habitual, a destiempo.
Manolo Tena en una imagen promocional. |
Y
los recuerdos se sucedieron en tropel. Recordé cuando le encargué un texto para
incluirlo en la biografía que le hice a Sabina hace tres lustros, Perdonen la tristeza, y me envió unos
folios con muchísima sustancia, ricos en anécdotas y vivencias compartidas con
Joaquín, pero formalmente irreproducibles: abundaban los signos de admiración multiplicados
(!!!!!!), carecían de comas y puntos, no tenían una sola mayúscula y sí profusión
de espantosas negritas. Le dije que era muy bueno (lo pensaba y lo sigo
pensando, quizá el mejor de todos los que recogía el libro, y eso que había
firmas importantes), pero que necesitaba editarlo para que el mensaje no se
perdiera entre semejante maraña experimental. Nos enzarzamos entonces en un
bizantino debate sobre la escritura automática y otros desórdenes de la prosa y, al fin, me dijo que de acuerdo, que hiciera lo que me saliera de los huevos.
Y eso hice, faltaría más. Por el bien del libro y también, creo, por el suyo.
Nunca volvimos a hablar del tema, aunque siempre sospeché que no le sentó nada
bien.
A
pesar de ello, seguimos manteniendo una buena relación y seguí entrevistándole.
Y cuando se unió al guitarrista Javier Vargas y al vocalista cubano David
Montes con el propósito de realizar una marciana gira, Sangre española 2002, que se quedó en un mero proyecto (ni siquiera
sé si llegó a celebrarse un solo concierto), les hice, a petición de su efímero
mánager, Paco Lucena, antiguo representante de Sabina, una extensa entrevista con fines promocionales para la televisión y
otra que se publicó en el semanario Interviú.
Mi memoria, ya un pájaro imparable, viajó todavía
más atrás, a los días en los que sólo era un espectador más de su obra. La primera vez que lo vi fue en los bajos de Azca, zona financiera de Madrid, en la que debió de ser una de las primigenias actuaciones de Alarma!!!, en un concierto gratuito que se celebró coincidiendo con no sé qué fiestas. Yo tendría 14 o 15 años, y lo que recuerdo de aquel día es que esos tres tíos (Tena, voz y bajo; Jaime Asúa, guitarra y voces, y José Manuel Díez, batrería) me sacudieron la cabeza y el corazón y me hicieron inmensamente feliz. La segunda vez que los vi fue poco después, en un parque de la calle de Santa Engracia con motivo de las fiestas de San Isidro (de esas sí estoy seguro), y la anterior sensación de sacudida y felicidad, lejos de disiparse, volvió a darse con mayor énfasis aún.
Pasó casi una década hasta que volví a verle. Fue en el concierto que ofreció para botar Sangre española en la desaparecida sala Revólver, en el madrileño barrio de Argüelles, en 1992, y el cual permanece en mi recuerdo como extraño y emocionante. Extraño porque, aunque el sitio estaba lleno hasta el límite, el aforo era reducido y aquello parecía la fiesta de una familia muy numerosa que celebraba, feliz y alborotada, la triunfal vuelta al hogar de uno de sus miembros más destacados, quizá el mejor.
Pasó casi una década hasta que volví a verle. Fue en el concierto que ofreció para botar Sangre española en la desaparecida sala Revólver, en el madrileño barrio de Argüelles, en 1992, y el cual permanece en mi recuerdo como extraño y emocionante. Extraño porque, aunque el sitio estaba lleno hasta el límite, el aforo era reducido y aquello parecía la fiesta de una familia muy numerosa que celebraba, feliz y alborotada, la triunfal vuelta al hogar de uno de sus miembros más destacados, quizá el mejor.
Me
vino a la cabeza también el concierto de Las Ventas, su única vez allí y la
constatación de lo alto que aquel trabajo lo había llevado. Presa de los
nervios y de la fuerte impresión, nunca antes vivida, en distintos momentos tuvo
que dejar de cantar: los accesos de llanto actuaban en él como ingobernables
descargas eléctricas que le imposibilitaban representar el papel de artista súper
seguro de sí. Un periodista ―ya fallecido― de un prestigioso diario escribió que
«en su intento de acercarse se alejó, porque perdió emoción cuando es un
cantante emocionado», dando a entender que un profesional sólo puede llorar
para adentro. Una aseveración que me pareció y me sigue pareciendo más que discutible. Lo único que sé es que aquella noche disfruté intensamente con el entrante, unos vigorosos
Los Rodríguez capitaneados por Calamaro, pero por encima de todo con MT,
creador de un rock contagioso y muy escrito, atípico, propio del poeta que
siempre fue. Y cuando sufrió esas cogidas por parte de su desbocado/desbordado
corazón me conmoví con él y creí ver en aquello un gesto de grandeza, de pura
espontaneidad. Un rasgo inencontrable entre los músicos consagrados, cuyos
pasos suelen estar guiados por la impostura.
Entrada del único concierto de Manolo Tena en Las Ventas, en 1993, con Los Rodríguez de Calamaro y Ariel Rot como teloneros. |
A
los pocos días de su muerte visité, acuciado por la curiosidad, varias tiendas
de discos y grandes almacenes por ver si tenían su último trabajo, Casualidades. En todas partes estaba
agotado, lo que confirma que no hay como dejar de respirar para convertirte en
objeto de deseo. Qué lástima.
Desde
que ese disco salió no he dejado de escucharlo con interés y deleite. Sin riesgo a
equivocarme, sostengo que es, junto con Sangre
española, el mejor de los por él paridos en solitario. El más coherente. El
más poético. El más sabio. El de mayor pegada. Un formidable testamento
artístico de alguien que supo desde muy temprano que el hombre no es más que un
soldado a merced de los elementos. Un ser siempre a solas consigo mismo y en
constante búsqueda del amor y la felicidad, metas que, por lo general, sólo
encuentra en pequeñas dosis, mientras se topa con demasiada insistencia con el
dolor y la frustración, con la implacable vida.
De
los trece temas que integran Casualidades, al menos la mitad ―«Cuando llegue septiembre»,
«Opiniones de un payaso», «Princesa azul», «La verdad», «Pecado mortal», «Es
mágico» (compuesto con su hermano Rafa, productor del disco y albacea de su legado)
y «Alicia»― son excelentes. Pero es la clarividencia que empapa el conjunto lo
que más llama la atención. Algo que atestiguan estos versos de «Cuando llegue
septiembre», análisis tan demoledor como certero sobre los años de la
abundancia de la industria musical (de aquellos polvos vienen estos lodos): «En la primavera de la fiebre del oro, / músicos
y ladrones se subieron a bordo / y pintaron de azul todos los unicornios, /
jugando los juegos que juega el demonio, / quemando el amanecer. / Todo pasó poco a poco, / paso a paso... / del invierno al verano».
Manolo
Tena jugó sus cartas arriesgando siempre a doble o nada, y vivió, en definitiva,
como quiso. Fue la gran víctima de sí mismo; de su impericia para embridar su
propensión a los abismos. Alguien incapaz de ignorar la llamada de las sirenas
mientras navegaba en busca de su particular El Dorado. Pero también fue
víctima, y hay que decirlo bien alto, de quienes se aprovecharon de esas
debilidades para lucrarse y de quienes se negaron a concederle nuevas
oportunidades por considerarle un caso perdido. De todos aquellos que abandonaron
la fe en su resurgir, en un potencial siempre lastrado por sus constantes recaídas.
Él mismo le dejó escrito, con su ironía característica, en su último trabajo: «Ahora nadie me hace caso / esto son sólo
opiniones de un payaso».
Qué
grande era Manolo. Casi tanto como la pena y la rabia que su inesperada marcha
dejan. Justo cuando parecía, perra vida esta, que el trece era, al fin, el
siete.
Si era tan grande como dices ahora, es una pena que no lo publicaras cuando estaba vivo.
ResponderEliminarDejar ya de escribir y elogiar a los muertos y que descansen en paz.
En vida de Manolo Tena publiqué muchísimas líneas sobre él y siempre dejé constancia de mi gran admiración por su obra. Ahí están mis libros ‘Miénteme mientras me besas. Encuentro con la música’, ‘Perdonen la tristeza’ y ‘Sabina en carne viva’ para corroborarlo. Incluso en mi último libro publicado hasta la fecha, la biografía de Extremoduro ‘De profundis’, lo citaba como una de las influencias, al frente de Cucharada y de Alarma!!!, tanto de Roberto Iniesta como de Iñaki ‘Uoho’ Antón. Recordar algunas de las experiencias que viví con él y declarar por enésima vez lo mucho que he disfrutado y sigo disfrutando con sus canciones no es en modo alguno perturbar el sueño de los muertos. Por cierto, todo cuanto escribo lo firmo siempre con mi nombre y apellidos. Nunca me he servido del parapeto del anonimato para expresar mis opiniones. Jamás.
EliminarMándame si quieres un contacto para que pueda contestar a tu última comunicación. Muchas gracias.
EliminarMe gusta mucho tu forma de comunicar, Javier. Disfruto casi tanto leyendo tus entradas como con tus libros; 'De profundis' me pareció una maravilla. Ya echaba de menos entradas nuevas por aquí. Sigue así.
ResponderEliminarUn saludo.
Muchas gracias, JS. Un abrazo para ti.
ResponderEliminarEmocionante y, ademas, ilustrativo.
ResponderEliminarConocí, sufrí y sobre todo disfruté a Manolo.
Le echo mucho de menos. No volverá a llamarme para pedirme " nosequetextodenosequien" con urgencia.
Ocupó un espacio qde mi psique que no sabía que existía.
Y a ti, mil gracias por traermelo, Javi.