Portada de Shadows in the Night, el último disco de Bob Dylan. |
Cuando
Frank Sinatra, cansado de ser universalmente conocido por un alias que insistía
en resaltar más la técnica que la personalidad, escupió aquello de «yo no vendo
voz, vendo estilo» no sólo dio en el clavo, sino que además retrató con precisión a toda una pléyade de artistas, de distintas épocas y ámbitos ―actores,
cantantes, escritores, periodistas, pintores, fotógrafos―, cuya genialidad
mayor consiste en ser ellos mismos y en haber tenido la capacidad (la
habilidad) de exportarlo, hacer buena caja con ello y atesorar, de paso, toneladas
de prestigio.
La
Voz, pues, no vendía ídem, entérense de una vez, vendía clase, impronta,
distinción. Talento natural, en suma. Y de propina cantaba como los ángeles.
Todo un «dechado de virtudes» el risueño e irresistible Frank.
La aparición de Shadows in the Night, el trigésimo sexto disco de estudio de Bob
Dylan, una de las mayores glorias vivas de la canción popular, ha generado un considerable
revuelo entre la crítica musical por lo arriesgado de la apuesta. Si bien hay
que señalar que la inmensa mayoría de los críticos no ha escatimado elogios con
el disco en general (la elección de los temas, la orquestación) y, toda una
novedad, con la calidad vocal de Dylan en particular.
La
cosa se ha vendido con un efectista «Dylan canta a Sinatra», lo cual no es
incierto porque todas esas canciones fueron interpretadas, magistralmente, cabe
decir, por el italoestadounidense. Mas, para ser exactos, Shadows in the Night no es un disco sobre Sinatra ―tan sólo una de las canciones, la hermosa «I’m a Fool to
Want You», está cofirmada por él―, es un disco, como casi todos los de Dylan, sobre América (léase Estados Unidos), tierra por igual de promisión y desigualdades; catálogo
por antonomasia de lo mejor y lo peor de nuestra especie. Un monstruo al que el
viejo Bob no cesa de criticar con dureza porque lo ama por encima
de todo y lo quisiera intachable.
Las
10 canciones que lo conforman, esas seductoras «sombras en la noche», son, pues, clásicos estadounidenses. Piezas que un ciudadano de ese país que haya
rebasado los 35 y posea una mínima cultura musical debería ser capaz de
identificar. Y por lo tanto este trabajo, además de un homenaje a Sinatra, que
desde luego lo es, rotundo y sentido, ha de entenderse como un tributo al
cancionero popular yanqui, al que Dylan tantísimo le debe (su obra únicamente se
justifica a partir de él).
A
mí, las versiones que ha realizado de «Stay With Me» y «That Lucky Old Sun» me
han emocionado profundamente. Como hacía ya mucho que no lo conseguía una
canción revisitada. Sin embargo, como sobre gustos no hay nada escrito y siempre
que Dylan asoma con nueva obra le cae alguna colleja, no han faltado quienes
han arremetido duramente contra él y le han acusado de «destrozar» el legado de
Sinatra.
Aunque
están en su legítimo derecho, claro, sospecho que no han reparado en un par de detalles que van más allá de la calidad
del disco ―que, insisto, me parece superior― y que son igualmente capitales. El primero es que el que a sus 73
años, y siendo quien es, BD haya puesto en pie ese trabajo desmonta, al menos
en parte, la leyenda de su absoluta falta de humildad (¿qué superestrella
megalómana habría hecho un disco basado en la obra de otra superestrella aún
más megalómana?). Y el segundo: el que dos figuras de tamaña envergadura artística
cohabiten en un mismo disco es un
motivo para la celebración, nunca para el duelo.
Así
es. Sinatra y Dylan. Dos tipos que se profesaron mutua admiración y cuyo más alto valor fue y es el estilo, emparentados por siempre jamás por un cancionero fabuloso. Casi nada.
Por
descontado, nunca hubo dos vocalistas más distintos. Las antípodas. Pero quitando
eso, les unían ―les unen― muchos más rasgos de los que a simple vista parece. Dos,
sobre todo: ambos personifican el sueño americano como pocos, y ambos vivieron
en sus propias carnes, y lo cantaron al mundo entero, la cruz de ese sueño: las pesadillas que
provoca el llegar tan alto y las sombras que reinan cuando los focos se apagan,
los aplausos se extinguen y en la alta madrugada el guerrero, exhausto y solo, comprende
que no es ningún dios, que solamente es un hombre.
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